Una homilía de San Juan Crisóstomo utiliza brillantemente este argumento. Vale la pena copiar algunos de sus párrafos: “¿De dónde les vino a aquellos doce hombres, ignorantes, el acometer una obra de tan grandes proporciones y el enfrentarse con todo el mundo? Y más si tenemos en cuenta que eran miedosos y apocados, como sabemos por la descripción que de ellos nos hace el evangelista, que no quiso disimular sus defectos, lo cual constituye la mayor garantía de su veracidad. ¿Qué nos dice de ellos? Que, cuando Cristo fue apresado, unos huyeron y otro, el primero entre ellos, lo negó, a pesar de todos los milagros que habían presenciado”.
“¿Cómo se explica, pues, sigue argumentando el santo, que aquellos que, mientras Cristo vivía, sucumbieron al ataque de los judíos, después, una vez muerto y sepultado, se enfrentaron contra el mundo entero, si no es por el hecho de su resurrección, que algunos niegan, y porque les habló y les infundió ánimos? De lo contrario, se hubieran dicho: ¿Qué es esto? No pudo salvarse a sí mismo, y ¿nos va a proteger a nosotros? Cuando estaba vivo, no se ayudó a sí mismo, y ¿ahora, que está muerto, nos tenderá una mano? El, mientras vivía, no convenció a nadie, y ¿nosotros, con solo pronunciar su nombre, persuadiremos a todo el mundo? No solo hacer, sino pensar una cosa semejante sería una cosa irracional”.
Concluye san Juan Crisóstomo: “Todo lo cual es prueba evidente de que, si no lo hubieran visto resucitado y no hubieran tenido pruebas bien claras de su poder, no se hubieran lanzado a una aventura tan arriesgada”.