Nos parece muy peligroso identificar la valía de la vida religiosa por su notoriedad, ruido o proyección mediática. Creemos que es el «daño colateral» que padecemos los habitantes del mundo virtual. En la batalla por querer tener futuro, no es infrecuente que las personas no tengan mucho tiempo para reparar en el sentido de su vida o, incluso, que desde sus congregaciones y comunidades no se les proporcione ese espacio.
Sencillamente, programados los «engranajes de misión», la cuestión –cual rompecabezas– se puede reducir a encajar cada pieza en su sitio y cada persona en su función.
Salir a la frontera interroga y remueve; cuestiona y resitúa esa infinidad de proyectos en los que habitualmente estamos inmersos. Nos «despierta» del sueño industrial en el que hemos podido convertir la misión. Nos devuelve a aquella añorada vocación de artesanos de cuidar el instante, la creación, cada persona y cada encuentro. Nos conduce al sentido de la vida en gratuidad e insignificancia. Y llega a provocar decisiones tan arriesgadas y llamativas como convertir la palabra en hecho al estar dispuestos a perder y hacer camino con los «últimos», o pisar diariamente la calle.
La frontera evidencia la ruptura con lo conocido y la apertura al extraño para que deje de serlo. No es tan claro que donde estamos, local e intelectualmente, transmitamos bien ese tono de gratuidad esencial de la vocación. La frontera puede soltar lenguas adormecidas; vistas cansadas o miopes y abrir corazones con insospechadas y creativas propuestas. Puede devolvernos la capacidad de amar. ¡Casi nada!
Es, además, una salida comunitaria. Como esas excursiones que programamos en los proyectos, pero para cumplirla y para toda la vida. Todavía quedan religiosos y religiosas que necesitan querer a sus hermanos y hermanas. No se conforman con no molestar, o que no los molesten. Quedan personas que no se resignan con compensaciones, –papel de regalo–, que teniendo que ver con la misión, la traicionan. Llámense estas: amistades, medios, vehículos, cargos, cuentas o cuentos. Hay mucha gente que se toma en serio la misión y la llamada y echa de menos ámbitos de hermanos en los que, sin competir, se pueda soñar con la frontera, preparar juntos lo que es necesario para tan largo viaje –que es poco– y, sobre todo, para cuidadosamente dejar a otros estilos de misión y de vida que no son nuestros.
Somos un «resto inspirado» de edad avanzada para hacer caminos arriesgados, es verdad. También lo es que en cada familia queda quien puede hacerlos. Es cuestión de dialogar y discernir. De ponernos manos a la obra. Nuestros ancianos no pueden ni deben salir. Deben conocer la salida y favorecer el riesgo. Los que salen, deben saber que al lado de las inclemencias, en la inseguridad de la calle y de la noche, un buen grupo de hermanos y hermanas con experiencia y corazón, dan gracias porque el Reino se está haciendo en lo pequeño y escondido de la entrega de un grupo de los suyos.
Podemos tranquilizarnos. Incluso asegurar que hacemos lo que podemos y recrearlo a base de historia e historias con la generosidad de nuestra congregación.
La cuestión, sin embargo, es que ante Dios, en el silencio de la mañana o de la noche –cuando mejor te broten las palabras de amor–, no experimentes el vacío ante una pregunta incómoda: ¿Cuál es el sentido de tu vida?