PARA SER HIJOS, AMAR AL ENEMIGO

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En la Eucaristía de este próximo domingo nos encontramos con uno de los textos más conocidos del Evangelio: la invitación de Jesús a amar a los enemigos. Lo hemos oído muchas veces y quizás no nos hemos detenido a pensar lo que significa. Y cuando lo pensamos, lo consideramos imposible. Porque parece que amar al enemigo va contra la más natural de las tendencias humanas. No nos nace y, si lo intentamos, nos parece imposible. Nuestros sentimientos van por otro lado. Los sentimientos no podemos controlarlos. Por tanto, se diría que es imposible amar al enemigo.

Ocurre que el amor no es cuestión de sentimientos, aunque en el amor puede haber sentimiento. El amor es, sobre todo, cuestión de actitudes. De hecho, Jesús no dice: te tiene que gustar tu enemigo; tampoco dice: tienes que manifestar afecto a tu enemigo o tener confianza con él. El verbo que el evangelista pone en boca de Jesús (agapao) no expresa sentimientos, sino actitudes. Lo que Jesús dice es: tienes que desearle bien a tu enemigo. Desearle bien puede ser desear que se convierta, desear que deje de hacer el mal. De ahí que el mandamiento del amor al enemigo va unido a otro precepto: orad por los que os persiguen. La oración nunca puede expresar malos deseos, la oración siempre busca el bien.

¿Y cuál es el motivo del amor al enemigo? ¿Será que, al aumentar la dificultad, aumenta el mérito? El cristianismo no es cuestión de méritos, sino de gracia. ¿Será entonces que el odio corrompe y hace daño al que odia? No es una mala razón, pero no es la que Jesús ofrece: “amad a vuestros enemigos, para ser hijos del Padre celestial”. La clave del amor al enemigo es el Padre celestial. ¿En que se parece el hijo al padre? ¿En el rostro, en la estatura? No. El hijo se parece al padre cuando tiene los mismos sentimientos, el mismo carácter, el mismo modo de ser, las mismas actitudes que el Padre. Y el Padre celestial hace salir su sol sobre buenos y malos, manda la lluvia sobre justos e injustos; o sea, cuida de todos, ama a todos sin excepción, porque todos son hijos suyos. Los hijos de este padre están llamados a aspirar a esa filiación, a imitarle, a tener sus mismos sentimientos. Por eso su amor no admite límites ni discriminaciones.

Una última cosa: el amor al enemigo no es el ideal del amor. El ideal del amor es la reciprocidad. Si el enemigo me amara, habría dejado de ser enemigo. Es enemigo porque no me ama. Pero yo sí debo amarle, o sea, tener hacia él sentimientos de benevolencia. La plenitud del amor cristiano es el amor entre los amigos, el amor recíproco. El amor al enemigo es el caso extremo de la universalidad del amor, pero no es el ideal del amor. Tampoco es lo “característico” del amor cristiano. Lo repito: lo característico del amor cristiano es la reciprocidad: amaos los unos a los otros.