Santiago Agrelo: «A quienes los dueños de las fronteras negamos el derecho a emigrar».
Queridos: Con vosotros y desde la fe quiero acercarme, una vez más, a ese espacio humano, ético, espiritual, evangélico, en el que se mueve y nos sitúa una humanidad empobrecida en busca de futuro: hombres, mujeres y niños a quienes los dueños de las fronteras negamos el derecho a emigrar.
No es mi misión entrar en debates de política, de filosofía, de antropología, ni siquiera de teología. A mí se me pide que, “con la palabra y el ejemplo”, guíe al pueblo que se me ha confiado; a mí se me ha pedido “vivir para los fieles”, ser entre ellos como el menor y como el que sirve, proclamar a tiempo y a destiempo la palabra de Dios. Éste es el mandato que he recibido: “Ama con amor de padre y de hermano a cuantos Dios pone bajo tu cuidado, especialmente a los presbíteros y diáconos, a los pobres, a los débiles, a los que no tienen hogar y a los inmigrantes”.
Por fidelidad a esa misión y mandato, os vuelvo a hablar de los inmigrantes. Quienes pretendan que los veáis con recelo, con temor, con desprecio o con odio, han de encontrar encendida siempre en vuestro corazón la luz de la mirada con que Dios los mira.
Lo que confesamos cuando decimos que creemos:
Escuchad el clamor de vuestra fe, susurrada en la plegaria eucarística; escuchad cómo vuestro Dios abre fronteras, abate vallas, rompe muros, anula distancias, para que los pobres, los oprimidos, los afligidos, alcancen la salvación que necesitan: “Tanto amaste al mundo, Padre santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo. El cual se encarnó por obra del Espíritu Santo, nació de María, la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado; anunció la salvación a los pobres, la liberación a los oprimidos, y a los afligidos el consuelo”.
Dios experimentó la aflicción para que tú, la Iglesia de los que él ha redimido, fueses consolada; Dios se empobreció para que tú fueses enriquecida; Dios se redujo a la debilidad de la carne para que tú te vieses fortalecida. Por ti, por abrirte un paso amplio y acogedor en la frontera impenetrable de la gracia, de la santidad y de de la vida, tu Dios se atrevió a vivir una relación escandalosa con el pecado y con la muerte: “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne”. Y si alguien en la Iglesia me dijere que ese lenguaje es oscuro, le recordaría aquellas otras palabras del apóstol, que hoy, si él no las hubiese escrito, nadie se atrevería a decir: “Al que no conocía pecado, (Dios) lo hizo pecado a favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él”.
Si hablas de tu Dios, has de recordar necesariamente la compasión que tuvo de ti, la misericordia que ha usado contigo, el amor con que te ha buscado, la solicitud con que ha cuidado de ti.
Si hablas de tu Dios, tal como lo has conocido en palabras y hechos de Jesús de Nazaret, la compasión, la misericordia, el amor, la solicitud de que él te ha rodeado, habrás de reunirlos más que resumirlos en las entrañas del verbo servir: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”.
Tu Dios vino a ti rompiéndose la carne en tus caminos para que tú pudieses ir a él por un camino llano, sin otro pasaporte que la fe con que te dejas amar por él.
Tu Dios no ha hecho magia para sacarte de un apuro, sino que se despojó de sí en solidaridad contigo, y te amó, sin condición y sin medida, aun a riesgo de ser rechazado por ti.
Lo que confesamos cuando oramos:
Todavía esta mañana, en la comunidad eucarística, orábamos con esta palabras tuyas, Iglesia redimida, amada, creyente, esperanzada: “Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”.
Os pido, queridos, no que imaginéis, sino que de verdad llevéis, como un mensaje de amor en los bolsillos de vuestra ropa, como un mandato de Dios en el secreto del corazón, como una súplica de vuestra comunidad eclesial en la memoria, esas palabras de la plegaria eucarística. De modo que, allí donde os encontréis, en una playa, frente a una valla, en un espigón, o en la mesa del comedor de vuestras casas, los latidos de vuestro corazón se acompasen sencillamente con el corazón de Dios.
Lo que ha de confesar nuestra vida entera:
El lavatorio de los pies, del que nos habla el evangelista Juan, lo mismo que la Eucaristía, de la que hablan los evangelios sinópticos, representa la vida entera de Jesús, su entrega, su abajamiento a los pies de la humanidad, su anonadamiento hasta lo hondo de la condición humana, su forma de amar, su misión de servir.
Profesar un credo que ignore a Cristo arrodillado a los pies de la humanidad para limpiarla, sería negar lo esencial de nuestra fe.
Credo y evangelio han de ser llevados íntegros en el corazón, en la boca y en la vida.
Y hay cosas en las que no se nos ha dejado espacio para la ambigüedad. Esto se lee en el evangelio de Mateo: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”. Y esto leemos en el evangelio de Juan: “Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: « ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.
Nuestra vida se mueve entre un “no será así entre vosotros” y un “haced vosotros lo mismo”. Y es responsabilidad de cada creyente discernir dónde se encuentra, sabiendo que está llamado a acercarse de corazón, con toda su alma, con toda su mente, con todas sus fuerzas, a ese “haced vosotros lo mismo” que pronunciaron los labios de Jesús.
Vosotros sabéis que ése es el compromiso que recordamos y renovamos cada vez que comulgamos, pues otra cosa no es nuestra comunión si no dejarnos comulgar por Cristo, dejarnos transformar en Cristo, de modo que en Cristo seamos de Dios y de los hermanos. No sólo nos sabemos llamados a hacer lo que el Señor hizo, sino que nos sabemos amorosamente invitados a ser su presencia viva en el mundo.
Las fronteras infranqueables, con sus vallas y sus cuchillas y sus fuerzas antidisturbios, son un ejemplo de lo que “no ha de ser así entre nosotros”, son una forma cruel de opresión, con la que los poderosos se muestran dueños y señores de los destinos de los pobres. Nadie podrá reconocer en esas fronteras una forma de respeto a los derechos y a la dignidad de las personas y de servicio a los necesitados.
Por eso, sin temor a equivocarme, puedo decir que esas fronteras, siendo legales, legítimas, y puede que del todo razonables, son para un cristiano negación de lo esencial de su credo, dejan sin corazón el evangelio, niegan al Dios y Padre de Jesús de Nazaret.
Petición:
Se lo pido al Señor como gracia para cuantos lo amáis y queréis seguir de cerca las huellas de Jesús de Nazaret: “Que todos sepamos discernir los signos de los tiempos y crezcamos en fidelidad al Evangelio; que nos preocupemos de compartir en la caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el camino de la salvación”. “Que, en medio de nuestro mundo, dividido por guerras y discordias”, por ambiciones y egoísmos, por odios y miedos, “la Iglesia sea instrumento de unidad, de concordia y de paz”.
Que a nadie falte la oración de los demás.
Un abrazo de vuestro hermano menor.