Me van a perdonar pero, a veces, da la sensación de que así es. Lo importante es que se hable y se hable mucho… aunque sea regular. O se mezclan las cosas sin saber muy bien de qué estamos hablando.
Estamos en un momento de indudable transformación y purificación. No hay nadie que no exprese (y no crea) que la evidente debilidad de nuestras estructuras favorece una deseada verdad. Nunca como ahora hemos coincidido en los valores objetivos de la sencillez y humildad expresados en los caminos y calles recorridos por mujeres y hombres de nuestro tiempo que no están satisfechos… ni, mucho menos, seguros. Ahí estamos plenamente de acuerdo que está nuestro sitio, nuestro lugar y nuestra autenticidad.
Sin embargo, no todo vale. Y nos jugamos mucho. El proceso emprendido por este pontificado, o tiene efectos de transformación real en las conciencias y en las formas o, en poco tiempo, veremos a qué queda reducido.
Hablamos de sinodalidad como compromiso esencial para dialogar con la realidad, con toda la realidad, como raíz misionera de la Iglesia… Lo hacemos, sin embargo, desde espacios y fórmulas donde hay una sobreabundancia de clericalismo, sobreexposición de voces (las mismas) y un objetivo distanciamiento de las comunidades cristianas que, día a día y sin cámaras, viven el compromiso diario con los preferidos de Dios. Es el auge del congreso sofisticado y artificial que paradójicamente pretende convencer de que somos el «sencillo pueblo de Dios» que peregrina en el siglo 21.
Hablamos de horizontalidad y cercanía… Y nos consta el buen número de hombres y mujeres que siguen esperando a que aquellos y aquellas que son sus servidores en el liderazgo, los reciban y escuchen. Siguen a la espera, mientras que, quizá, sus superiores y/o pastores siguen hablando de proximidad y pueblo. El «circo» también puede lograr que quienes tienen la misión de servir, se olviden y hasta se crean diferentes, exentos, o incluso, «no pueblo». Me causa perplejidad y dolor comprobar cómo algunas personas jalean, desvelan y hasta disfrutan con las debilidades de sus hermanos o hermanas… Aquellos, sin embargo, por los que ellos o ellas son líderes. La razón de ser de su ministerio, vaya.
La ética y la estética viven su particular batalla. Les ocurre como a la gracia y el pecado que, aunque nos duela, su caminar siempre está mezclado. Y hay en nuestro tiempo una objetiva búsqueda de ética. Sabemos y hemos experimentado, por fe, que sin esa transformación interior no hay verdad en nuestras palabras y gestos. Sabemos que no podemos proponer, ni exigir, nada que no estemos dispuestos a vivir. Sin embargo, padecemos un «empacho estético» que raya lo patológico. Nos ocurre algo así como a los cantantes nóveles que ganan un concurso y en pocos días o meses se sobreexponen hablando de lo divino y humano… sin haber experimentado el proceso doloroso de crecer y madurar; sin haber dejado ir la vulgaridad y sin haber dejado venir el arte. Este empacho estético se asoma en nuestras convocatorias y búsquedas; en nuestras noticias y encuentros… se asoma en nuestra vida. Y hay congresos, foros, conciertos, publicaciones… que fundamentalmente son empacho de vacío, ruido y focos.
Todo esto, y aquello que la prudencia me pide callar, me lo ha despertado un correo de hoy. Se trata de una misionera que lleva años siendo mujer, consagrada, madre y alma de una comunidad pobre, perdida en nuestra América. Está feliz porque en la carencia de seguridad y bienes ha encontrado la sobreabundancia de libertad, feminidad y fe. No echa de menos nada. Pero ha vivido un proceso de vaciamiento, expropiación y destierro muy doloroso. Así sabe que está en nombre de Jesús y nada más… sabe también que solo Jesús es su respaldo y le basta. Hace mucho que no pide y, sin embargo, nunca le falta… Es una voz de misión, de libertad, consagración y fe. Es una voz que, desgraciadamente, no será la voz del Domund… aquí será otra.