-“Tráeme una leona” (con esa caprichosa precisión de género) y allá que se fue él y se la trajo. Siempre recuerdo el lapsus de una novicia distraída que, en vez de leer “trajo a su superior”, leyó “tragó a su superior”, variación que colmó de regocijo a todo el auditorio. Situándonos desde el punto de vista de los súbditos y súbditas, hoy podemos respirar con alivio porque, por más cansinos que puedan resultar a veces algunos superiores o superioras, ninguno tiene tan poco seso ni tan evidente sadismo. Salvo alguna rara excepción, en las relaciones con la autoridad suele haber respeto, escucha mutua y diálogo.
A lo mejor por eso nos está costando tanto plegarnos a las normativas de prevención ante el Covid 19 y algunos se resisten a todo lo que les suene a reglas impuestas en las que “no ha participado”, sobre las que “no ha dialogado” ni nadie “le ha preguntado”. (Afortunadamente, a no ser que pertenezca al gremio de investigadores del CESIC dedicados a la epidemiología y publicando artículos de alto nivel científico en la revista The Lancet). Son actitudes que fácilmente se traducen en quejas y enfados porque “no me dejan salir”, “me quitan libertad”, “estoy harto de estar en casa”. No es de extrañar la preocupación de Francisco: “A veces me pregunto si, por el aire irrespirable de nuestra autorreferencialidad, Jesús no estará ya dentro de nosotros golpeando para que lo dejemos salir” (Gaudete et Exultate 136).
Tiene toda la razón: cuando lo pasamos todo por el filtro de nuestra única conveniencia, nos vamos replegando más y más en torno a nosotros mismos y el aire se vuelve irrespirable. Para poder ventilar (eso que se recomienda tanto ahora…), hay que abrir de par en par las ventanas que dan al “bien común”, dejar a un lado parte de nuestra autonomía y recordar que, precisamente porque nos importan los otros, estamos dispuestos a privarnos de su presencia. Necesitamos asomarnos a mirar lo que le está pasando a la gente, tener presentes sus problemas y carencias más que nuestros pequeños fastidios. Y mantener la lengua pegada al paladar cuando tengamos la tentación de quejarnos de algo.
Si no, estamos haciendo méritos para que venga la leona y nos pegue un buen mordisco.