El prólogo de Juan es una obra de arte y en si encierra toda la belleza del misterio de la encarnación. Dando saltos de la creación hasta el anuncio del Bautista, de la poesía al anuncio del Mesías, va llenando las palabras de Palabra y haciendo lo increíble concreto. La luz, la tienda, el mundo… Imágenes que quieren hacer cercano el gran acontecimiento del pesebre y de Belén. Principios sin comienzos que nos llevan de la mano al primer momento en el que el amor se expande y va haciendo verdad cada átomo y cada haz de energía que iría creando el universo con la tranquilidad del que es el tiempo infinito. Primer gran milagro que se queda corto y pálido ante ese segundo gran misterio de un Dios que hace del mundo su casa, aunque muchos no lo reciban. De una Luz que alumbra en las tinieblas, aunque a otros les moleste (el amor siempre es incómodo), de un profeta que anuncia con balbuceos lo que sólo es capaz de intuir de muy lejos y desenfocado («eres tú el que había de venir o hemos de esperar a otro?»)
Y a nosotros se nos queda el corazón pequeñito y sobrecogido al escuchar cómo Juan se deja llevar por la Palabra y nos adentra en la esencia de la encarnación muy despacito, con la espera del adviento ya cristalizado en el pesebre, con el lujo de ser moradores de la tienda misma en la que la Palabra se hace ciudadana como nosotros. Pero despacito, sabiendo que lo nuestro, como lo del Bautista, es solo intuir desde muy lejos. Pero con la certeza escurridiza de un Amor saboreado en la pobreza de lo esencial de un pesebre.