ORDEN, SIMETRÍA, EQUILIBRIO… NO ES COMUNIDAD

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La vida religiosa también pertenece a este contexto acostumbrado a tranquilizarse ante las palabras que hieren. Son abundantes los eufemismos para parecer que se habla de algo, cuando en realidad se da un rodeo. Ejemplo de ello es llamar reto, a lo que es problema; o identidad a la independencia; o respeto al miedo. También hablamos de orden, cuando queremos decir jerarquía; o simetría cuando hablamos justicia y de equilibrio, cuando deberíamos decir equidad. Palabras que, en absoluto, significan igual y que solo sirven como «infusión tranquilizante» para no entrar en una verdad ciertamente difícil: ¿qué experiencia de vida compartida tenemos? O, todavía más, qué capacidad real tenemos para compartir vida? Que esa es la cuestión.

Estoy absolutamente convencido que la mejor definición para nuestro tiempo de consagrados es ser buscadores de fraternidad. Creo que es nuestra «batalla», nuestra gloria y nuestra cruz. La cuestión no es simple y, por tanto, la respuesta es compleja.

El viaje de transformación de los próximos años se presenta tan abrupto como desconcertante. Podemos utilizar mil expresiones tranquilizantes que, en absoluto, nos liberan de un dolor ya presente. Lo verdaderamente importante es tomar conciencia, salir de donde estamos y emprender un camino diferente que posibilite la mirada con otros ojos. Como gusta abundar la Sagrada Escritura: «con ojos nuevos». Porque sin esa mirada, el escepticismo del momento nos devuelve a análisis comunitarios planos, sin mordiente, conformistas y prácticos… Expresiones que están en la base de no pocas decisiones comunitarias, organizaciones de gobierno y hasta proyectos comunitarios. Parece que estamos en itinerarios de crecimiento, cuando en realidad son circuitos de eterno retorno.

Es indudable que la pregunta sobre la vocación y capacidad para la vida en común es personal. De hecho nadie está en posesión de la verdad sobre la misma. Como manifestación más expresiva del amor de Dios, radica en esa adhesión, pertenencia, enamoramiento al que cada uno y cada una da su fuerza, su emoción y su verdad. Es de los aspectos más esperanzadores de nuestro tiempo: el reconocimiento –al menos teórico– del valor de la verdad de cada uno. Porque sin ese reconocimiento, las construcciones comunitarias se convierten en itinerarios sin horizonte para quienes asumen –si así se pudiese hablar– una vocación de soltería, auto «proyección» y soledad.

Es muy penosa la herida comunitaria que se manifiesta en la crítica o el aislamiento o la fractura en todas sus manifestaciones, pero no lo es menos cuando queremos solucionarla con una «tirita»: llámese corrección, amonestación, consejo o circular incidiendo en la gran verdad bíblica que sustenta nuestra vinculación… «mirad como se aman» quienes se saben convocados por Cristo. Nuestro tiempo conoce la existencia de infinidad de citas, tiene poderosa razón documental… Y me temo que es una de las dificultades para hacer un imprescindible viaje autobiográfico, existencial y propositivo. No nos salva, ni da valor a nuestras comunidades su sola existencia diseminada por la geografía, ni el hecho de que en ellas no se den graves disturbios… No se logra la pregnancia de Reino sencillamente por existir, sino por el valor que transmite lo que existe. Somos generaciones de «sabios» sin oyentes; de maestros sin discípulos; de estrategas sin proyectos; de inventores sin patrocinio; de artistas sin museos. Somos vidas que han aprendido a vivir juntas sin complicación ni unidad. Priman los principios comunitarios de aquellos y aquellas a quienes más se oye, porque siempre lo hicieron, porque se lo creen o porque el resto del «público», prefiere dejar hacer para no entrar en conflictos (que es otro rasgo de nuestro tiempo).

La maravilla de la comunidad del Reino es que no nos hemos elegido. Y es en verdad maravilla cuando está muy presente el valor del Reino: porque se busca a Dios, porque se destierra el egoísmo, porque reina la normalidad, porque brilla una equidad absoluta. Cuando estos valores no están presentes, solo quedan nuestras elecciones: La vida desde la trinchera, agazapados  y sin vida para ver que hace el otro o la otra, descubrir sus puntos débiles, dominar la situación y, si es posible, conquistar «su terreno». Cuando los valores evangélicos no están presentes la vida es solo conquista y si además el desarrollo afectivo es mediocre podemos reducirnos a una legión de paseantes solitarios, a medio hacer, con infinidad de preguntas interiores sin resolver y sin experiencia de comunión. Hay formas, horarios, gestos, saludos… hay una coreografía impostada que no llega a la verdad del corazón, porque esa verdad hace mucho que se ha conformado con la esterilidad.

Jesús el Maestro desconcertó con sus gestos y palabras. Habló del perdón abrazando, sentando a la mesa, convirtiendo en invitados al Reino a los descartados y descartadas. Lo suyo fue un atrevimiento, una exageración y hasta una falta de prudencia. ¿No habrá llegado el momento de diseñar espacios comunitarios más «imprudentes», informales, espontáneos, inclusivos, comprensivos y reales?