Desde que el papa Francisco dijo aquello de que quería pastores con “olor a oveja”, la expresión ha hecho fortuna. Se ha convertido en una especie de santo y seña, de nota distintiva, de DNI imprescindible para cardenales, obispos y curas. Todos entendemos la expresión del papa pampero y lo que quiere decir: los pastores no pueden vivir a su aire, enseñoreándose en su burbuja aséptica e impoluta, alejados del olor (¿mal olor?) que suelen tener los rebaños de ovejas y cabras. El pastor lo es para estar al servicio de su gente. Hasta aquí la interpretación más escueta y espero que correcta de la feliz y mediática expresión del papa. Pero hay algo que me preocupa, o varias cosas, más bien. A veces percibo que estamos clasificando a obispos y curas en dos bandos contrapuestos: los que efectivamente, según la expresión franciscana, huelen a oveja y los que huelen a…. ¡no sé muy bien a qué!, o, tal vez, simplemente los que “no huelen a nada”, sólo a sí mismos: los que tienen las características del H2O: “inodora, incolora e insípida”. Pero tanto trasiego de olores me huele mal. Da la impresión de que algunos de estos pastores han iniciado un proceso -¿real, permanente?- de darse friegas con algún odorizante ovejuno; como si embadurnarse del ungüento mágico fuera actualmente uno de los requisitos para ser pastor, un buen pastor, se entiende. Algunos medios del gremio ya clasifican a obispos y curas según el presunto olor que desprendan. Y, por supuesto, no les duelen prendas en percibir dicho olorcillo en unos o en otros, a partir, claro está, de las siempre presentes ideologías, posturas y posicionamientos, en distintos campos.
Digo yo: ¿cuántos curas/obispos conocemos que no huelen a oveja? Realmente los pastores de la Iglesia se pasan el día entre ellas, aunque sea simplemente en la concurrida misa dominical; aunque el presbítero no “descienda” del presbiterio a dar la paz a sus ovejas (“recomendaciones” del preconizado cardenal arzobispo de Valencia), siempre les debe llegar al menos “cierto tufillo” a oveja que impregna sus carnes vírgenes. Tal vez, pienso a veces, no basta con tener olor a oveja y todo lo que ello conlleva. En el gran zoológico humano hay otros muchos “seres” que no son precisamente ovejas del redil de Cristo, que también merecen o reclaman la atención del pastor. ¿No va por aquí lo de la nueva evangelización de indiferentes e increyentes religiosos? ¿son ovejas los del atrio de los gentiles y los nuevos areópagos? La fauna humana -dicho con todo cariño y respeto- es tan plural y numerosa que tal vez hoy, más que olor a oveja, hace falta “olor a zorro” (o a zorra), a “cabrito” (o a sus padres), a “lagarto” (o a lagarta), a “perro” (o a perra)… ¿No se atrevía a recordárselo al mismo Jesús la cananea impertinente pero valiente del evangelio: “También los perros tienen derecho a las migajas de los señores”. Olor a oveja sí. Olor a oveja de verdad y desde antes de Francisco, sí. Pero también olor a toda la rica, versátil y diferenciada jauría humana. Especialmente a los que están en extinción, los cananeos de más allá de las fronteras, los que ni son ni quieren ser ovejas del redil de Cristo, los abandonados por sus amos en la perrera más cercana. Esos también desprenden un olor sacrosanto que llega a los Cielos. De lo contrario podríamos concluir con el título de una antigua novela de Martín Vigil: aquí se atisba “cierto olor a podrido”.