El cambio de los que no cambian
Tan cierto como necesitar un cambio es que no queremos cambiar. La paradoja que seguramente envuelve a todos los humanos la vivimos con especial intensidad en la Iglesia y particularmente en la vida consagrada. El equilibrio interesante e inquietante es hablar constantemente de cambio. Incluso ofrecer pinceladas de posibilidad y creatividad, formular un «cómo sería» sabiendo que nunca llegará a las orillas de la verdad. Es, casi, una suerte de entretenimiento. Consiste en gastar buena parte de la jornada y hasta de la propia biografía sosteniendo un cambio latente y hasta veraz, pero solo en el armazón intelectual. Y es que, probablemente, quienes más hablemos de cambio, seamos quienes tenemos más arte para que éste no suceda. Todo depende de lo bien que se argumente y lo imposible y atractivo que se formule en los pasos que se proponen.
Que la vida consagrada necesita un cambio es un clamor. Lo lleva siendo décadas. La justificación más evidente es que esta forma de seguimiento nació para hacer visible la radicalidad, la profecía, la «otra orilla» donde se digan palabras no gastadas y se ofrezcan gestos sin precio. En este sentido y en todos los tiempos, la vida consagrada es la vida del cambio, la de quienes no se cansan de buscar. Porque es esa esperanza la que sostiene unos valores por los cuales la persona da todo lo que es.
El motor del cambio en los consagrados es la fe. Se trata de los valores del reino significados y ofrecidos para cada contexto de modo que adquieren un encanto ante el cual, para bien o para mal, nadie queda indiferente.
Las decisiones en fe tienen un ingrediente imprescindible que es el riesgo y la fragilidad. Una confianza expresiva en aquellas variables que no controlas, en un porvenir que no diseñas y en una seguridad que no cuenta con ninguna póliza que la garantice. Es creer y poner la existencia en Quién crees.
El cambio de los que no cambian (o cambiamos) consiste, sin embargo, en un ejercicio intelectual de cierto valor. Se conoce en qué consistiría creer, incluso se gusta lo que significaría la experiencia de la vida a la intemperie, pero en absoluto se está dispuesto a dejar lo logrado con esfuerzo y trabajo. Por supuesto, tampoco a cambiar de vida, cargo o sitio.
Llegados a esta situación el cambio de los que no cambian viene a ser una parálisis que, poco a poco, puede invadir todo el organismo. La esencia comunitaria de la vida consagrada radica en la fuerza persuasiva de un «nosotros» con fe, porque sin fe no hay nosotros comunitario. Asomados al cambio en soledad peligra que se nos ocurran razones para no intentarlo porque es mucho, da vértigo y, sobre todo, supone dejar lo seguro para saltar a un vacío que se desconoce. Al afrontar el cambio en comunidad, éste se llena de matices y posibilidades. Se sitúan correctamente las distancias. Se toma conciencia, se ve y se prevé. El nosotros comunitario es el prismático que permite acercarnos al cambio en cuanto posible, real y para nosotros.
Nos consta que hay congregaciones que llevan años posponiendo cambios absolutamente necesarios. Pudiera ocurrir que ya, en sus orígenes, esos cambios, estén viciados. Han nacido de una ocurrencia, de una personalidad fuerte, de quienes sostienen ciertos «roles aristocráticos» en las congregaciones. Han podido nacer, incluso, de quienes proponen para que otros vivan, sin que a ellos les afecte. De todo puede haber. Lo más real, sin duda, es que a esas buenas ideas que circulan y rebotan; aparecen y desaparecen, les falta la impronta del «nosotros comunitario», les falta fe y compromiso. Al «cómo sería» escuchado, compartido, ofrecido y corregido, carece de un pequeño apunte en nuestra autobiografía y es: «Estoy dispuesto». «Quiero vivirlo».
Asomarse al cambio, por desconocido, provoca miedo, sin embargo, si la comunidad se mira con fe y se transforma en una experiencia compartida, es la mejor terapia para ese miedo. Ergo, el cambio de los que no cambian, estaría anunciando heridas de fe que imposibilitan la comunidad.