NÚMERO DE VR, MAYO 2020

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Por fin, un nuevo escenario

“Ahora mismo ya se percibe la poca importancia que empieza a tener lo que ayer nos deslumbraba”, manifiesta el escritor Fernando Aramburu. Participamos, con nuestras “particularidades” en la misma realidad que el resto de los ciudadanos. También podemos hablar de confinamiento, disminución de libertades, miedo y ansiedad, porque ahora sí, lo estamos viviendo, tal cual, como el resto de los mortales.

Este punto de partida de igualdad tiene su importancia. No sería la primera vez que nos atrevemos a hablarles a otros de cómo deben vivir, compartir, soñar o consolarse. Ahora, con toda propiedad somos «apóstoles del consuelo» y necesitados del mismo.

El coronavirus nos ha despertado de aquella pretérita costumbre de nuestros estilos que lograba, pasase lo que pasase que ningún plan se viese alterado. Ya podíamos estar heridos o profundamente deprimidos… que la reunión o el capítulo eran sagrados. Por fin, nuestras pequeñeces funcionales, se han visto colocadas en su sitio. Sin duda, secundario y circunstancial.

Otra lección de este tiempo es la superación de lo local o provinciano. Las estructuras  por nosotros construidas no definen la existencia. Un virus que ante todo nos ha traído una noticia dramática de globalidad, nos ha marcado a fuego –como apunta Adela Cortina– para sabernos interdependientes y necesitados unos de otros.

Durante el confinamiento, no pocos consagrados han experimentado la soledad. La ausencia de contacto con personas afines seguramente ha hecho más evidente la debilidad de nuestros espacios comunitarios. El ritmo de los días, la normativa que siempre aflora, la ausencia de sentimientos expresados y, por tanto, compartidos, han podido provocar una doble reacción que veremos con fuerza en los próximos meses: comunidades que desaparecerán en su configuración actual porque no tienen vida y el confinamiento ha acabado de iluminar su realidad; y personas que, a partir de ahora, no se conformarán como motivación para vivir con otros el reduccionismo de sacar una obra adelante. La vida cuestionada y sus libertades, ha propiciado la reflexión y sus consecuencias. La más evidente es que a partir de este momento hay “cosas” que definitivamente han dejado de ser importantes.

El coronavirus ha propiciado, también, hacernos más conscientes del valor de la felicidad y la pregunta: ¿dónde la situábamos hasta este momento? Nos ha hecho más frágiles, es cierto, pero muy probablemente también más conscientes de que la realidad estructural actual no es seguro que esté contribuyendo a un aspecto tan esencial de la vocación como es la felicidad. El economista Emanuele Felice apunta que “esta crisis ya nos está enseñando algo: hay cosas más importantes que la economía”.

Otra convicción que se ha reforzado es el valor intergeneracional de nuestra vida. Hemos visto muchos ancianos morir solos, sin acompañamiento ni consuelo. Hemos padecido la insoportable cifra de fallecidos con su nombre, historia y sueños perdidos… y no podemos ni debemos resignarnos. El coronavirus, paralizando nuestra indudable tensión de actividad, convirtió todas las comunidades en espacios terapéuticos. Ha sido necesario por la urgencia. Pero no es la vida. Se impone una evaluación clara de las fraternidades exclusivamente de ancianos. Intuyo que será uno de los aspectos más radicales de la reorganización que falta.

Indudablemente, lo ocurrido, ha trastocado todo. Hemos podido experimentar la impotencia e inoperancia porque la prudencia nos pedía cuidarnos. Pero no podemos ni debemos acostumbrarnos. Sería una forma de instalarnos en el recuerdo de un virus que además del daño físico, ha podido reducir nuestra misión al miedo. Por el contrario, el antídoto del virus para la misión es inaugurar un nuevo estilo relacional mucho más sincero y profundo. Seguramente tengamos que aprender a abrazar la vida, como es y no como la hemos dibujado; a los “diferentes” porque si algo nos ha enseñado la tragedia es que compartimos la misma suerte; a la pobreza, porque este virus nos ha hablado alto y claro a los “consagrados del bienestar” y es que a pesar de tanto poder, somos intrínsecamente frágiles. Un abrazo a la humildad y a lo pequeño; a la vuelta a lugares abandonados…al mundo rural, a los ancianos, a los sitios sin relumbrón y notoriedad. Al cenáculo, la fraternidad, al tú a tú y abandonar, definitivamente, la impostada esterilidad de buscar publicidad.