Hay quien lo descubre y hace de su vida faro para los demás. Hay personas que no están preocupadas de lucir, sino de alumbrar, porque así se reconocen felices, ocupadas e íntegras. Hay en la vida, evidentemente, mucho bien. Y es hora de subrayarlo.
La carencia de nuestro tiempo no son las ideas ni las confrontaciones. Son los modelos. Incluso podríamos decir más: Necesitamos modelos que anuncien integración, diálogo y fecundidad. La experiencia de estos últimos años se asemeja a una biblioteca cargada y siempre renovada que acumula lecturas e ideas que se superponen y que, sin embargo, no cuenta con hombres y mujeres capaces de sentarse, reposar y rumiar para generar novedad a partir de lo leído. Ahí es donde los modelos para nuestro tiempo se hacen urgentes e imprescindibles.
Lo bueno del caso es que los modelos existen. Desgranan novedad en lo que hacen. Llevan con paz la mascarilla a la espera que la salud vuelva a todos. Ríen y celebran cada instante; se alegran con el bien del prójimo… incluso son capaces de aprender de quien no tiene mucho que enseñar. Están en todas partes. En la Iglesia, por supuesto; en la vida social, en la política, en el trabajo… en la familia. Están, cómo no, en la vida consagrada. No sé si en la puerta de al lado o dos más allá. Están, pero necesitamos aprender a contemplar generosamente.
Una de las enseñanzas más evidentes de este tiempo «entre pandemias» es que no existen las parcelas separadas o lugares seguros. Todo está perfectamente comunicado para bien y para mal. Ocurre en el interior de la propia vida y, por supuesto, en las relaciones sociales y en lo que denominamos misión. En todo, la gracia y el pecado están en «singular batalla». Todo depende de lo que quieras ver. En todo y en todos hay parte de verdad y una parte, velada, que necesita reencontrarse con ella. Otra de las enseñanzas de esta época es que ya no podemos mirar solo con la visión miope de la propia historia o el propio logro. Hemos amanecido abruptamente como habitantes de una «casa común» que hay que reconstruir. Esa es la tarea. Seguir pensando en clave provinciana no anuncia sino final, conclusión, anacronismo y desaparición. Es muy importante esta enseñanza para la vida consagrada. Hemos caído en la cuenta que no basta hablar del mundo como tarea, porque es nuestra identidad y nuestra casa. Que nuestros valores no son una salvaguarda ante las dificultades, sino una forma de vivirlas con nuestros hermanos y hermanas de la humanidad. Ha tenido que resquebrajarse la falsa seguridad de nuestros «proyectos» para empezar a crecer una espiritualidad de la minoridad, de lo pequeño, del día a día, de la proximidad. Por fin, los consagrados sabemos, no solo en teoría, que hay familias que lo pasan mal, porque padecemos con ellas; personas que no tienen para llegar a fin de mes, porque nos pasa lo mismo. Por fin, cuando hablamos de que el futuro está cuestionado, no suena a mentira, porque nuestras instituciones se tambalean.
Desde siempre supimos que nuestra vida y vocación es estar en las manos de Dios pero, ¿qué quieren que les diga?, nunca como ahora hemos palpado el calado evangélico de su significado. Ya no «gozamos» de la garantía de espacios, presupuestos o técnicas educativas; prestigio o historia de «excelencia». De un plumazo, se ha reordenado un mundo de intereses que estaba un tanto «desnortado». En este contexto, afloran en cada comunidad hombres y mujeres que siempre han sido de Dios y ahora se les nota más. No tienen que rebuscar el ánimo, les sale por los poros. No son felices porque los vean y aplaudan, sino porque han descubierto la verdad de la fe. Hay hombres y mujeres consagrados, volcados en la normalidad, que han aprendido a amar como esencia de la consagración. No usan palabras extrañas, usan gestos que se entienden. Anhelan el cielo y por eso pisan la calle. Viven lo concreto, pero miran lejos y a lo grande. No gritan, pero sus vidas testimonian que la consagración es felicidad apartada del foco, el ruido, la pompa y la exhibición. Sus vidas contagian. Hay que acercarse sin miedo, porque su proximidad transforma… ¡Es el secreto de la felicidad!