NÚMERO DE VR JULIO/SEPTIEMBRE

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portadabuenaLa vida consagrada y el miedo a los espacios abiertos

La agorafobia es un trastorno de ansiedad que consiste en el miedo a los espacios abiertos. Se dice además que algunas de las consecuencias de este trastorno son: respiración agitada, sudor, sensación de ahogo, mareo, temblores y despersonalización.

Lo cierto es que si pasamos de los manuales a la vida nos encontramos que ésta, responde bien a lo que aquellos diagnostican. La vida consagrada, llamada a significar la inmensidad de un amor transformante y redentor, allí donde se encuentra, experimenta perplejidad y hasta desconcierto con el cambio de escenario. De las afirmaciones, políticamente correctas, de gustarnos la experiencia de libertad y minoridad en medio de nuestro pueblo, al desconcierto vital por no saber qué, cómo y por qué, no hay distancia tan larga.

Nace la vida consagrada para despertar los letargos que la humanidad contrae en cada etapa. Por eso, su razón de ser es evocación, misterio y despertador de cada contexto para devolver, nítidamente, la referencia de la persona a Dios. Su agilidad reside en el convencimiento de que para ella —la vida consagrada— no son imprescindibles ni las estructuras, ni las plataformas, ni las seguridades, ni las historias. Es un don carismático que, por serlo, nos evoca la libertad del Espíritu que, en cada momento, habla como quiere para hacerse comprender. Es también una propuesta radical. Ofrece ruptura y alternativa con la misma fuerza que la posibilidad. Y es una propuesta teológica, trascendente. Se percibe en ella, a primera vista y sin artificio, que su razón y sentido, es pertenecer a Dios. Estas notas de la vida consagrada por lo demás claras y clarificadas especialmente en esta etapa última de nuestra historia, presentan a la vida consagrada no solo como un signo claro del reino, sino como una posibilidad veraz para aquellos hombres y mujeres que están llamados a la totalidad de pertenencia y cercanía con Jesús, Dios de Misericordia.

Cabría preguntarnos entonces por qué al desaparecer espacios seguros de antaño se perciben signos de «respiración agitada, sensación de ahogo, mareo, temblores y despersonalización» en algunos consagrados. Hay respiración agitada cuando se vive persiguiendo el puesto porque, internamente, se sabe que nada tiene que ver con la vocación; sensación de ahogo, cuando lo creado por nosotros mismos no tiene ni continuidad ni acogida entre quienes decimos ser un «nosotros para la misión»; mareo, cuando la distancia entre el deber ser y la realidad han recorrido distancias irreconciliables y la comunidad es solo recuerdo o «sueño»; temblores, cuando el religioso o religiosa se para a pensar y se pregunta cuál es el sentido de su vida y, despersonalización, cuando aún no percibiendo futuro —ni presente— somos incapaces de parar, reparar y reorientar.

En realidad, la agorafobia de la vida consagrada y sus consecuencias no nos indica nada más que estamos en un espacio nuevo, un paradigma nuevo y una misión nueva. La solución no es otra que pasar el adjetivo «nuevo» a la propia vida, encarnarlo y reconocer, con paz, que lo que hoy se ofrece incierto es una gran posibilidad para la misión. Perder espacios y seguridades, además de ayudarnos a superar síndromes, es una garantía para que renazca la vida compartida guiada por el Espíritu y, no tanto, dictada por nuestros proyectos.