Febrero, además de incluir la Jornada de la Vida Consagrada, es el aniversario del desbocamiento de una pandemia que ha dejado patente la común debilidad de la humanidad. A todos nos resulta fácil –y doloroso– hacer memoria de lo ocurrido desde ahora hace justo un año. Sin entrar en la durísima batalla que la humanidad está sosteniendo para mantenerse sana, no ha dejado de acompañarnos la espada de la división, la ruptura y el cansancio. Mientras, en la vida consagrada, seguimos en un tiempo de protección y de silenciosa y confiada espera de tiempos mejores. De ahí que se sucedan enunciados de actividades que se posponen: convocatorias para crecer, presupuestos para cuando «vuelvan» los tiempos normales o decisiones para buscar vida más allá de espacios comunitarios definitivamente muertos.
El verbo es posponer. Se han pospuesto capítulos y, probablemente, se volverán a posponer. Las programaciones están llenas de borrones y fechas tachadas a la espera de que volvamos a ser los «reyes» de nuestro futuro. Se da la paradoja de que ante unas circunstancias tan extraordinarias–aunque un año las han convertido en ordinarias– en realidad, lo que buscamos es que todo pase para «seguir en lo nuestro» lo que no cambia o lo que no sabemos cambiar.
Seguimos posponiendo sin haber integrado una pregunta de calado más hondo. ¿Y si la cuestión no consiste en posponer? ¿Y si el Espíritu nos está diciendo que ha llegado la hora de cancelar?
Durante este largo año de pandemia hemos tratado de seguir haciendo lo que hacíamos siendo quienes somos. Hemos integrado, junto a los principios espirituales y vocacionales, la mascarilla. Es nuestro signo común de estado. Con la mascarilla, la prevención y el cuidado; la distancia y la espera. Pero también los abrazos pospuestos, el compromiso pospuesto y, quizá, la conversión pospuesta. Definitivamente la pandemia se ha podido instalar también en nuestras esperanzas y así no distinguir si las cosas están mejor… o solo me estoy acostumbrando a la supervivencia… porque ya no hay lugar para el porvenir.
Hace un tiempo, –no importa el lugar– ocurrió en una reunión comunitaria un hecho ciertamente doloroso. Alguien abrió su herida ante la ruptura relacional, los bloqueos y grupos latentemente enfrentados. Con emoción, concluyó diciendo… «hay dos comunidades». Tras un silencio muy tenso, alguien afirmó: «no hay dos, hay tantas como personas viven aquí». Y así acabó una reunión inacabada. Dando por irresoluble la «pandemia», posponiendo, para Dios sabe cuándo, su reconciliación. Afirmando, sin hacerlo, que nada se puede ni se quiere cambiar.
Sin embargo, nada será igual, porque ninguno de nosotros lo somos después de cada instante vivido. Se me ocurre que la celebración silenciosa de esta Jornada de la Vida Consagrada a la espera, debe prepararnos para cancelar y no posponer. Acabar, dejar ir, cambiar, tomar decisiones, abrazar la vida, iniciar camino. Cancelar significa dar por concluido lo que no debe ni puede volver. Implica creatividad y, por supuesto, fe. Esta parábola de silencio que es la pandemia no solo nos habla de la enfermedad en el mundo, también de la de nuestras instituciones y del vacío de las relaciones. Nos ha dicho de manera clara que no todo se puede sostener ni posponer. Nos ha preguntado por lo que merece la pena y lo que debe dejarse, porque se ha consumado.
En tiempos en los que es bueno cuestionar el voluntarismo, es necesario ejercitar, sin embargo, la creatividad de la voluntad y como bien afirma Shoshana Zuboff, emitir una «nueva profesión»: «Puedo prometer la creación de un futuro y puedo mantener mi promesa. Para que el libro que he imaginado exista en el futuro, debo querer querer que exista. Vivo en un paisaje extenso que ahora ya incluye un futuro que solo yo puedo imaginar y pretender. En mi mundo, este libro que ahora escribo ya existe. Cumpliendo mi promesa, lo hago manifiesto. Este acto de voluntad es mi declaración de mi derecho al tiempo futuro». Por tanto, si queremos mañana, necesitamos personas que afirmen querer querer y decidan cancelar lo que no tiene vida.