El freno de la creatividad (Editorial)
Si hubiese que señalar un problema no sería otro que nosotros mismos y nuestro afán de autoprotección, la necesidad de asegurar una historia o conseguir el reconocimiento a una trayectoria. Lo cierto es que de una u otra manera llevamos cinco largas décadas hablando de la reforma de la vida consagrada. La hemos subtitulado de diversas maneras: descentramiento, apertura, renovación. Hemos llegado incluso a hablar de refundación (que no le falta osadía) y más recientemente manejamos el lenguaje común de reestructuración, revitalización o dinamización. Todo para expresar infinidad de encuentros, horas, gastos de tiempo y personal. Dedicación creativa a afianzar la esencia de lo que significa hoy y ahora ser religiosos.
Es una obviedad afirmar que estamos en un tiempo nuevo. Más reiterativo todavía reconocer que debe haber respuestas nuevas, acordes con las necesidades del tiempo. ¿Qué está pasando? Sencillamente que estamos agotando la creatividad en los procesos, sin llegar a que estos se materialicen. Hay tantas ideas sugerentes como personas sugerentes en las congregaciones; hay tantas propuestas como puestos se quieren sostener y garantizar; hay tantos personalismos como generosidad en las comunidades. Hay pocas ideas articuladoras de misión que, literalmente, “enamoren a los religiosos”. Las personas están activamente trabajando en obras de misión, no me atrevo a decir que enamorados de la Misión. Están ocupando sus puestos y desarrollando lo que, en primera persona, les parece deben hacer. Aquel sueño de los orígenes de la comunidad convocada por la misión, donde lo importante es ésta y no el papel de cada uno, es solo temática de retiro o asamblea, no de vida.
Urge permitir el tiempo nuevo. Urge ponerse al día. Para ello lo primero es un vaciamiento histórico. No de la historia de los orígenes cargada de libertad y riesgo; de protesta y urgencia. Urge el vaciamiento de la historia reciente: la burocrática. Esa que para “ponernos al día” hemos dejado engordar de tal manera que ya no hay dificultades para constituir comunidades, sino para cubrir puestos. Una situación como la actual no resiste una década. Es imprescindible un planteamiento personal de conversión para que, puestos al arado, descubramos todos, que lo que llena la vida es la misión, y no tanto el papel circunstancial en ella desarrollado.
Me resisto a creer que la vida religiosa esté en crisis, si ésta conduce al final. Creo más bien que estamos en otro tiempo, en el de una vida religiosa que signifique, simbolice, exprese e interrogue. La otra, la de las grandes presencias, la de la fuerza o poder, la de la riqueza… no sé si existió (o sí lo sé), lo cierto es que no es necesaria para esta era. Insiste en ello Francisco, pero antes de que su voz profética llegase, nos lo estaba anunciando el tiempo, la gente y las familias. Poco a poco desenganchadas de quienes encarnamos un estilo de vida que en su raíz exige estar en medio del pueblo. Poco a poco nos fuimos apartando, muy ocupados en programas y sucesión de hechos; en itinerarios imposibles o proyectos vocacionales prometeicos sin carne. Poco a poco, perdiendo tierra para, me temo, perder también cielo.
El momento es apasionante. Para todos y todas las edades. Sólo falta un primer paso, creer que es posible. La Jornada de la Vida Consagrada de este año, preparatoria del año de la Vida Consagrada, puede ser el punto de arranque. Probablemente sea el momento de examinar a las personas de los consagrados, escucharlas y dar pistas. Probablemente todo sea tan sencillo como abrazar en primera persona la reforma de la vida consagrada, que es la figura de la reforma de la Iglesia. Tenemos un Papa que da la sensación de que tiene prisa. No basta con jalear, recordar o aplaudir la riada de frases que proporciona a los medios digitales y escritos. Ha llegado la hora de decisiones claras, distintas, firmes y posibles. Es la era de la reforma global de la vida consagrada; la era de un estilo diferente de liderazgo; de una misión reclamada y necesaria entre los más débiles de las ciudades; es la hora de las fraternidades más frescas, animadas y libres. Sin peso de tradición, tan libres como el viento. Es la hora de que nuestras palabras dejen de sonar a sabidas, porque las estamos aprendiendo en la calle, en los que buscan la verdad, en los jóvenes que sueñan futuro… en tantos lugares donde, de momento, no estamos, porque aguardamos protegidos, a que llegue la hora dentro de nuestra programación.