NÚMERO DE VR ABRIL’17

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1965

Hay calor si hay brasas

En este mundo nuestro de lo sorprendente, cuando decimos que algo es obvio, no lo es tanto. Por ejemplo, es evidente que el calor viene de las brasas. Pero no es tan evidente que la palabra calor nos caliente y, mucho menos, que cuando hablamos de «calor en el corazón» estemos expresando algo común, algo con vida, algo que todos y todas sintamos aunque estemos viviendo un tiempo litúrgico fuerte.

En la reflexión que legítimamente estamos haciendo sobre la innovación para la vida consagrada, tenemos que aceptar que buena parte del desenfoque que vivimos procede de algo que hemos ido llamando innovación sin serlo. Nos hemos concedido claves de independencia que no tienen retorno. Hay estilos consentidos y acompañados durante años, que imposibilitan que las brasas y su calor desbloqueen hielos que amordazan la fe. Porque el problema es de fe. Es el termostato de la verdad de ese calor que indica que hay sentido trascendente de la vida. Cuando la existencia se organiza desde la fe, se subraya la vida y no sus alrededores… Cuando es a la inversa lo importante es la circunstancia, el cómo y con quien. Cuando la fe gobierna la misión nace el servicio y la autoridad evangélica… cuando desaparece la fe, puede aparecer una lucha aparentemente educada, pero encarnizada, por el poder. Cuando la fe tiene vida, los principios de lo comunitario son sustanciales, se descubre lo gratuito, no se pasa factura por la dedicación o la atención… El amor circula: amas porque es la «razón» de tu vocación. Cuando no es así, nacen los turnos, el «yo ya lo hice» o el «siempre me toca a mí». El culmen de la ruptura suele estar cuando todo lo común afecta negativamente los propios planes. Puede haber consagrados que nunca les viene bien un encuentro comunitario, porque siempre interrumpe algo fundamental de su «trabajo». Son las vidas a media pensión… o, más bien «medias vidas». Lo peor es que manifiestan ausencia de felicidad aquí y, me temo, incapacidad de felicidad allí en el caso –muy hipotético–  de que hiciesen una reflexión serena sobre el sentido de la vida.

Permitir que la fe circule e ilumine es un itinerario de trabajo de responsabilidad comunitaria. Solemos adornarlo con un halo de suavidad que no es real. La fe impone la claridad de la diferencia entre la verdad y las medias verdades; el amor y los intereses; la entrega y la compensación… La misión y el trabajo; los votos y… La tarea de la comunidad o es el rescoldo en el que uno recupera el calor que aviva la fe, o se hace inservible por lenta y ausente; o asumimos la responsabilidad de ayudarnos a creer y confiar en la providencia, o es la entronización de la soltería evaluando solo que las cosas funcionen para vivir.

«Mire usted, nosotros ya seguimos juntos más por costumbre que por fe», me decía una señora de edad respecto a su matrimonio. Yo siempre respondía «será por amor» … y ella, muy resuelta decía, «¿y qué es la fe, si no es amor…?».

Me he acordado mucho de aquella anciana «profetisa» que vivía la dureza de no sentir amor. He pensado en la vida comunitaria y me he preguntado ¿por qué seguimos juntos? Ni se puede, ni se debe llegar a conclusiones en un breve editorial, pero no es tan claro que vivamos juntos por convencimiento de fe, obediencia a la misión o por crecimiento espiritual. Se entrecruzan otros «valores» que ponen más realismo que luz a las opciones vocacionales. Hay mucha compensación laboral, una mejora objetiva de la situación sociológica de procedencia, algo de costumbre, mucho miedo, lecturas de vida desde el final de etapa y no desde la posibilidad de cambiarla… y un misteriosísimo proceso privado de crecimiento –sin crecimiento– afectivo. En la vida consagrada, lo más urgente es discernir qué comunidades serán capaces de mantener las brasas con vida, se dejarán calentar los hermanos y hermanas en ellas, y contarán el relato real de su historia.