La vida consagrada es circular
No se crean que lo que parece fácil, lo es en verdad. Nada tan recurrente en escritos y palabras como la sencillez, y sinceridad para resultar, a la postre, rasgos bien escurridizos y, en ocasiones, ausentes.
Cuando hablamos de circularidad no estamos solo refiriéndonos a cierta disposición geométrica, que también. Estamos hablando de un estilo de vida en el cual, el centro está claro y la disposición de iguales también.
Está fuera de discusión –teórica, es cierto– que el centro es evidente. Es Jesús y solo él quien convoca, reúne y envía. Es su mirada quien nos convierte milagrosamente en hermanos, aúna voluntades y da rienda suelta a la anhelada sinergia. Es él y esa mirada de misericordia la que permite que la comunidad se levante, empiece de nuevo y se pregunte, cada día, cómo puede acrecentar una respuesta fiel ante un amor que verdaderamente siente.
Solo Cristo el Señor puede sanar un mal de nuestro tiempo que es la ideología convertida en trinchera. Solo él puede reconducir la vida en comunión cuando está distorsionada y sin poesía; con propiedad privada y, por tanto, es temida y reducida a pura funcionalidad.
Situarnos en torno al centro ya no es un discurso tan sencillo. No sabe uno si se trata de «duendes traviesos» los que no permiten que las buenas formulaciones de los textos empapen y guíen la vida, pero hay constatación de que por ahí andan. «Haberlos haylos».
Conforme pasan los días vamos constatando que las dificultades, como las soluciones, las aportamos cada uno. Los problemas para una auténtica circularidad comunitaria –local, provincial o general– existen y, desgraciadamente, no se solucionan con buenos deseos, asambleas o encuentros. Es una cuestión más profunda que tiene que ver con la identidad de las personas y de las estructuras.
De fondo, como en tantas otras cuestiones está el afecto, recibido y donado, integrado y herido que condiciona, para bien y para mal, la espiritualidad, la comunión y la misión. Algunas actitudes –«auténticos duendes»– nos invitan a apropiarnos de cargos, dineros, lugares o estilos; a medir la pertenencia por el afecto a «los míos» y el vacío a los otros; a mirar con hipermetropía y así confundir vida con estabilidad; misión con trabajo y rectitud con ideología.
Ya sé que más que duendes, son «malos espíritus». Prefiero una denominación más amable, para así lograr que se dejen amar, se encuentren –y se encuentren bien– en la circularidad de la comunión de todos más iguales, no tan diferentes.
De momento, seguimos a la espera, mirando la luz del resucitado que está en el centro. Hay que permitir que esa luz baje y llegue a todos y a todas las zonas oscuras, para que luzca la comunidad. Ésta no se logra ni con la suma de datos, ni con la recogida de pensamiento u opinión, sino con la adhesión afectiva. Una vez más, amor dado y recibido. Es muy cierto que dependiendo de cómo nos demos, así es la experiencia personal de integración. Pero no es menos cierto que las instituciones tienen que preguntarse, en sus líderes, qué amor están dando, con qué calidad y con qué pluralidad.
El religioso y la religiosa de nuestro tiempo, si no experimenta estar enamorado o enamorada, si no recibe amor en lo concreto, en su día a día y en sus luchas, no se le puede pedir emoción en lo que vive. Todo lo más, se puede lograr que funcione… y ya es mucho. Pero muchos funcionando no construyen comunión. Como mucho una empresa. Y nadie normal se enamora de un ciclo de producción.
Cuando lo convertimos todo en trabajo, desaparece la circularidad, la igualdad y la comunión, suele manifestarse la soledad de «solteros y solteras» que ya no saben amar, aunque hablen de amor. Y eso es peor.