Para tener vida, entender las señales
Cada vez se ha hecho más complejo transitar por nuestras ciudades. Somos más y con una red de carreteras complejas. Quizá lo más desconcertante sean los cambios de dirección que, de vez en cuando, te encuentras. Acostumbrados a hacer los mismos recorridos, de repente, descubres que esa calle, justamente esa por la que siempre ibas, hoy tiene una señal bien clara que escuetamente te dice: “Dirección prohibida”.
La vida religiosa está en una marejada de caminos y aunque todos guardan similar terminología, los trayectos son muy diferentes. No sabe igual, ni suena lo mismo misión compartida en unos lugares que en otros; como no significa exactamente lo mismo comunidad… Incluso consagración adquiere aquella polisemia compleja que a los más «puros» desconcierta.
Hay un hecho indudable y es que hay caminos con salida y otros que no la tienen. Hay trayectos con horizonte y otros que son circulares. No nos damos cuenta porque tienen apariencia de nuevos, pero es solo apariencia. Tras las primeras etapas de recorrido vuelve a aparecer el paisaje ya conocido que nos indica que estamos reiterando historia. Son los caminos que solo procuran mantener, entretener o el seguir «trillando» en las mismas eras, porque salir de ellas da miedo.
La vida religiosa está en una disyuntiva clara. Un kairós que asume para vivir; o pierde hasta agotarse. Memoria e historia han de participar, sin condicionar. Solo intuye la nueva dirección quien no es esclavo de su historia. Solo proporciona un camino nuevo quien no está cerrado, por seguridad, a hacer los mismos itinerarios, de la misma manera y con el mismo destino. La cuestión es desconcertante. El final no lo sabemos, pero, ¿tenemos que saberlo?
A las congregaciones nos llena de esperanza cuando alguien joven y que ejerce de joven, se emociona con los valores gratuitos que anuncia el carisma. Es una experiencia que revitaliza, en buena medida, muchas horas de desasosiego ante la incertidumbre ante un mañana desconocido. Tras ese primer «impacto» de esperanza, deberíamos preguntarnos, sin embargo, cómo estamos acompañando, respetando y enriqueciéndonos con esa integración. Y, sobre todo, cómo estamos aprovechando esa novedad que un carisma –no troquelado– puede aportar a nuestras fraternidades gastadas. Los jóvenes, que lo sean, vienen con ganas de senderos inciertos. Quieren inaugurar nuevas rutas que además sean inseguras y de ruptura. No les convencen, si son jóvenes, los caminos por los que se ha pasado muchas veces, sino que quieren roturar, abrir, inaugurar, estrenar. Algunas cosas que proponen los jóvenes religiosos nos parecen de locura. Sin embargo, tiene uno la sospecha que convertir la vida religiosa en hospital de campaña, que tan bien suena, no se logrará si no se abraza la locura y desaparecemos tantos sensatos que nos encanta que nada cambie, aunque utilicemos mucho la palabra nuevo.
Los jóvenes indican trayectos, ven posibilidad donde otros ven problemas, ven el futuro y nos lo acercan. Es el tiempo de la paciencia para saber escuchar, para fiarnos y poner en sus manos el diseño del hacia donde. A su lado, es como podemos encontrar ese futuro soñado, que es presente. Con ellos podemos hacer verdad lo que tantas veces oramos, que este hoy también es de Dios. Escuchándolos, podemos recrear el carisma de manera que vuelva a resultar subversivo y así, disfrutar la fraternidad sin formas que la aprisionen; la espiritualidad sin esquemas que la deformen y la misión, sin la burocracia que la anule.
La vida religiosa necesita asomarse al horizonte sin prejuicios y sin la pereza que produce el saber qué va a pasar. Abierta a esa incertidumbre que pesa sobre el corazón de la mujer y hombre del siglo XXI de no saber el mañana… Justamente ahí, es donde nuestra debilidad nos hace fuertes. En ese mañana, con nosotros y sin nosotros. Con nuestra historia o con nuevas historias, sin duda alguna, estará Dios.