«La esperanza y sus acentos»
Es una constante en nuestro tiempo la respuesta al estímulo. Cuanto más inmediata y palpable sea mejor. Es más, la valoración que hacemos de los hechos y de las personas no siempre va a la hondura sino a la inmediatez y la sonoridad de la misma. Sin embargo, la vida nos van demostrando que el consumo de respuestas que no llegan al fondo, suele aumentar la esterilidad y el cansancio.
Acabamos de celebrar la Semana de Vida Consagrada. En ella hemos abierto una reflexión de siempre y a la vez, absolutamente nueva: la esperanza. Las circunstancias, por más que se adornen, son particularmente recias.
La «ladrona de la esperanza» es la acedia y la acedía. La primera hace referencia a la tristeza, la segunda –solo una tilde de diferencia– hace referencia a la amargura. Tristeza y amargura imposibilitan, ciertamente, la esperanza. Nos llevan a consumir vida sin disfrutarla; a proponer signos sin creer en ellos; a formular propuestas sin futuro, cargadas de «cortoplacismo», voluntarismo y moda.
Hemos reflexionado muchas veces sobre el carisma y el don carismático; sobre la esencia de la consagración y la obediencia a la misión. Nos falta un pequeño detalle, reflexionar, acoger y cuidar la persona llamada a vivir la gran propuesta. Los religiosos y religiosas no están más deteriorados que sus contemporáneos; tampoco menos.
Dar por supuesto que ofrecido el titular, convocado el congreso o capítulo o anunciar un Año de la Vida Consagrada aglutinará todos los bienes y despejará los males es, cuando menos, ingenuo. No hay vida religiosa, ni misión, ni signo sin la comprensión real de las personas, aquellos que hoy sostienen la esperanza.
El rostro de la vida consagrada es plural, tanto que nos asusta y preferimos «recetar genéricos» sin acercarnos a las personas concretas. Los carismas siguen siendo un clamor de libertad, siguen llamando y enamorando. La expresión de los mismos, sin embargo, se manifiesta en este tiempo, más como recuerdo que como posibilidad. Los grandes principios son fácilmente asumidos, la realización de los mismos en cada persona, difícilmente conciliables. La vida en comunión es tenida y valorada como nuestra gran posibilidad; las experiencias reales de comunión se exhiben, algunas veces, como un pacto de mínimos, o salvar la situación y delimitación de parcelas para que no se de el problema. Ambas, la tristeza y la amargura, son ladronas agazapadas y presentes. Están esperando a que la esperanza flaquee o sea amordazada. Aparecen triunfantes cuando no dices la palabra oportuna o dejas salir la inoportuna. Cuando sientes en tu corazón que tienes que ofrecerte, pero dejas que pase la oportunidad. La amargura disfruta con la tensión estéril que nace de conformarte pensando en los pobres y en la solidaridad, con formas y posiciones de rico; la tristeza, cuando confundes la esperanza del milagro del vino nuevo, o de la perla preciosa, con los honores y sitios y cargos y búsquedas inconfesadas e inconfesables.
Acabamos de pronunciar una palabra de esperanza sobre la vida religiosa. No es la primera, pero sí es la que inicia un contexto nuevo. Es una esperanza real, situada, pisando tierra. Una esperanza posible para todas las edades, contextos y misiones. Una palabra que exige libertad y frescura; novedad y riesgo. Está demostrado que el cálculo, la precisión, el equilibrio de «fuerzas» y el sostener, que suelen ser artes frecuentes, no traen esperanza, solo apariencia. Mientras tanto, las personas, religiosos y religiosas, pueden estar viviendo una acedia o acedía. Pueden estar tristes y confundir la verdad con la amargura.
El año de la Vida Consagrada si quiere resituar a los religiosos, más que congresos y carteles, debe proporcionarnos lugares, testimonios y luces para la esperanza. Debe trabajar el enamoramiento personal de la misión y ayudar en el dibujo de un nuevo horizonte de presencias y formas que remueva la «utopía» de los que estamos y la haga posible para los que vengan. Subrayar y jalear lo que hacemos, me temo, confirma la acedia y la acedía.