Silencio o sinfonía
El reto para nuestro tiempo es conocer a la persona. A cada persona. Por eso se hace imprescindible la tarea de la construcción interior, la formación continua y la argumentación de la vida en comunión desde la escucha y acogida real de las personas que hoy tenemos en la vida religiosa. De lo contrario, podemos construir «castillos de naipes» sin sustento, que pareciendo sintonizar y expresar valores, en realidad son expresiones efímeras de los mismos, desde pertenencias epidérmicas y parciales, sin hondura ni posibilidad.
Escuchando al hombre y mujer consagrado te encuentras signos inéditos de cómo se encarna la vocación en lo concreto de la biografía. Descubres cómo procesos, aparentemente unívocos, en realidad son absolutamente originales. La cuestión está en subrayar los logros, los descubrimientos pequeños porque, desde ellos, se llega a objetivar el descubrimiento de la comunidad en misión.
Es evidente que a esta propuesta se puede objetar que la espera hasta conocer todo puede provocar una parálisis a la vida religiosa, sin embargo, no es así. Porque la verdadera parálisis es parecer que se está sin estarlo o sustentar la armonía y misión desde el silencio no participativo.
En algún momento hemos de trabajar sobre una realidad –me temo, extendida– de una participación comunitaria «no participativa», sin penalizar a quienes viven esas situaciones, sino desentrañando qué significado real están ofreciendo a la comunidad que quiere ser misión. Hay que escuchar, de viva voz, cuándo se produjo y por qué razón –que no suele ser razonable– dónde se dio la ruptura, o el silencio, o el convencimiento de que «nada de lo que yo diga importa», porque, de no hacerlo, estaríamos ante esa «huida hacia adelante», siempre peligrosa, que nos lleva a afirmar que quien no esté de acuerdo, está equivocado.
El proceso y progreso de la vida consagrada como comunidad carismática no puede sostenerse en el consenso aparente, sin fisuras, sino en la participación real, plural y complementaria desde la riqueza de la variedad carismática y personal que se expresa en tantas personalidades como hermanos o hermanas ha convocado el Espíritu en la congregación o comunidad. También en este aspecto, nuestros lenguajes tienen que vivir una conversión a la verdad, dejando de interpretar que la unión es unidad, univocidad o uniformidad. En realidad, tenemos miedo de pensar diferente, contrastar honestamente lo que creemos mejor para nosotros y para los otros, y optamos por la vía miope de callar o silenciar a quien desentona.
El peligro de esta actitud es que nos perdemos la verdad de la vida consagrada y lo que es peor, la posibilidad real de proyectarse como cultura vocacional atractiva. La vía de conexión con aquellos jóvenes y aquellas jóvenes que tienen que inaugurar carismas en este siglo, no son los paradigmas que artificialmente creamos en el laboratorio de nuestras pastorales juveniles, sino en la vida real compartida y entregada en misión. La cultura vocacional nace y se desarrolla en la comprensión de cada vida como vocación cuando a ésta se le permite expresarse, ofrecerse y crecer. Cuando cada persona, la que hoy está, se le posibilita un desarrollo y realización en su congregación.
Cuando escuchas serenamente a la vida consagrada anónima, aquella que puebla nuestras comunidades y da número a las congregaciones y órdenes, descubres mucha riqueza no compartida. Descubres retos, esperanzas y convencimiento vocacional. Pero también descubres incomprensiones, silencios impuestos, «dejar pasar» y desconfianza hacia la institución. Descubres que quienes proponemos, animamos o decimos servir a otros, algunas veces, nos servimos de los demás y nos olvidamos de que a nuestro lado quieren crecer personas que, como nosotros, han recibido un don sagrado, original y único que merecen disfrutar como vocación. Descubres la distancia entre lo que decimos que pasa y lo que está pasando. Y en lo que está pasando, anda el Señor.