Mujer y consagrada, no es cuestión de género
La vida está llena de noticias con nombre de mujer. El encanto de la feminidad bien llevada, la indudable aportación a la humanidad de tantas que a lo largo de la historia han sido heroicas por su maternidad, su humanidad, su capacidad para el amor, la inteligencia, el sacrificio o la espiritualidad es algo que todos reconocemos. El sentido común grita el reconocimiento de que mucho de lo bueno que ahora disfrutamos ha tenido su origen en alguna mujer que supo serlo.
En el seno de la Iglesia no siempre hemos tenido esa concepción. Culturalmente arrastramos, durante siglos, la preeminencia del varón. Esta inercia, querámoslo o no, nos sigue pasando factura. Incluso cuando queremos hablar de la valía y valentía de la mujer le damos ese aire de noticia alejándola de lo habitual, lo normal o lo verdadero. Lo cierto es que la Iglesia, y la vida consagrada en ella, quieren ser una pro-puesta de comunión a la humanidad. Y la comunión, fundada en la diversidad que conoce al Señor, está compuesta de hombres y mujeres que, independientemente de su condición, se convierten en discípulos y hermanos. La cuestión es clave y es clara. Es el seguimiento y la verdad depositada en él, quien concede la calidad de discípulo, profeta o testigo.
El diálogo social está también presente entre nosotros. Es palpable que formamos parte de esta sociedad de vértigo donde la noticia impacta y se gasta con rapidez inusitada. Pertenecemos a la cultura de cuotas que pretendiendo ser una evocación de justicia es, en realidad, la visión más ramplona de la misma.
La verdad felizmente discurre por derroteros muy distintos a los que dicta la ideología. La vida consagrada es, por ejemplo, fundamentalmente femenina. Y no solo eso, su presencia y ofrenda de misión tiene también nombre de mujer. Como en el caso del evangelio, sería imposible poner por escrito sus nombres y más difícil relatar cómo están engendrando nuevas vidas o cómo ponen en práctica el milagro de la multiplicación de panes logrando que lleguen a los rincones más escondidos de esta tierra. Sería imposible aludir a las que han sabido ser madres y amamantar de amor a tantos desheredados de nuestra cultura; o las que han sido maestras pacientes para crear generaciones no solo sabias, sino buenas. Sería absolutamente imposible relatar las veces que la mujer consagrada ha levantado la voz en favor de un preso o un «endemoniado» de nuestro tiempo. Sería un despropósito querer recoger los textos de las mujeres consagradas donde nos han transmitido el amor de Dios, cuidado y sentido, en horas de intimidad; o pretender señalar las veces que se han ofrecido para ir a compartir la experiencia de los desterrados o refugiados.
Sería también imposible escribir los nombres de las mujeres consagradas que han muerto amando a sus verdugos o que convirtieron lo único que tenían, su vida y su fe, en escudos frente a las barbaries que planificaron algunos de sus contemporáneos, muchas veces hombres. Son muchas las mujeres, plenamente mujeres y plenamente consagradas, realizadas y felices. Incontables las que están siendo el alma de la comunidad cristiana, pero también de la comunidad de vecinos, de la cooperativa o del barrio. Las que convocan a cristianos o no tan cristianos, pero no son menos las que son fecundas y testimoniantes de verdad entre musulmanes, judíos o budistas.
El papa Francisco, en su praxis habitual de mantener la reflexión y la vida, abiertas al futuro del Espíritu, acaba de reconocer a las superioras generales que las consagradas son quienes mejor expresan la maternidad de la Iglesia con el mundo de la necesidad. Habrá que darle oficialidad, escuchar la visión de la mujer, a pie de calle, por supuesto, pero también en los criterios desde los cuales la Iglesia ha de hacerse presente en la calle. No es una cuestión de género, es una cuestión de verdad.