El Reino de Dios se (a)parece…
Es muy frecuente la reflexión sobre el lugar y el no lugar de la vida consagrada. Hemos llenado muchas páginas con aquellas descripciones que nos recuerdan para qué hemos nacido, y cuál es nuestra razón de ser. Forma parte además de la pregunta más interna (y dolorosa) que todo consagrado se hace en algunas etapas de la vida ¿Quién soy? ¿Para qué soy?
No hay nada más gratificante que descubrir que estás donde quieres estar y donde Él quiere que estés. Muchas veces en nuestros testimonios vocacionales solemos decir que tenemos la suerte de vivir una vocación que nos sitúa en nuestro sitio: el mejor para dar fruto y servir.
Sería injusto decir que como consagrados deberíamos estar lejos de los lugares felices. Que en la fiesta y la alegría; en la armonía y la paz no tienen sentido nuestras presencias. Pareciese que solo cuando las cosas van mal o se acaban las relaciones normales, debe aparecer la palabra y presencia de quien se consagró para ser el «solo amor» de Dios al mundo. Debemos gritar que no es así. Nuestra vocación es vocación de alegría, de armonía, de cambio. Nuestra vocación es un signo más, a todo gesto de humanidad y sinceridad. Nuestra vocación es un canto responsable a la belleza y al cuidado de la casa común. Nuestra vocación es tan feliz que es la propuesta, casa de todos, en el que todo gesto, palabra, persona y criterio pueden caber, porque no cierra ni excluye. No hace distinciones: solo ama.
Por eso cuando pensamos en nuestro sitio y el corazón se dirige a los lugares donde el Espíritu está clamando justicia, no lo hacemos para quedarnos en la visión abrupta de la realidad que se empeña en distinguir los buenos de los malos, o los míos de los otros. No es así. La mirada amplia y holística de la vida consagrada consigue, ante todo, ser un pronunciamiento contra el descarte. Cuando decimos palabras de Reino, nos las decimos a nosotros mismos porque sabemos que la corrupción y el amar tasado, también nos afecta. No es lo nuestro la «prédica de los perfectos», –que no existen–, sino la palabra confiada de quienes están dispuestos al cambio. Y eso sí que marca y motiva.
Llevamos unos meses con la respiración contenida por la situación de Siria, Nicaragua y tantos otros lugares de América y África. Llevamos años preguntándonos por qué hemos sostenido, consciente o inconscientemente, que las bienaventuranzas no se hagan realidad propiciando una transformación del mundo. El papa Francisco no cesa en una palabra pronunciada, a diario, que quemamos con avidez en la fragilidad de una noticia digital. Son tiempos de búsqueda, pero también de estética, de slogans, de palabras rimbombantes con aire de radicalidad para seguir viviendo sin problemas. Los consagrados sabemos que lo nuestro es vivir con problemas, porque hasta que el «Reino de la mesa compartida» no sea una realidad, lo nuestro, nuestro sitio, aun cargados de esperanza, es el problema.
Silvio Báez hace muchos años que se dejó enamorar por el evangelio contado por Teresa de Jesús. Tanto que se dijo, es mi lectura, es mi palabra, es mi única seguridad. Hoy, este carmelita, es la palabra de su pueblo. Como cristiano, como carmelita descalzo, como sacerdote y como obispo, sabe que su itinerario es un problema. Está buscando la parte bella del mismo y la encuentra: el abrazo de un pueblo antes callado, la mirada de una sociedad que se atreve a soñar esperanza, la denuncia de los gestos y las palabras que daban y dan miedo y el compromiso de no anhelar otra felicidad que aquella que proporciona el fin de la corrupción, la presión y el descarte.
Silvio Báez es un religioso en su sitio. No lo ha descubierto ahora, en el conflicto. Pero la ruptura social, iluminó su quehacer, que es vivir y creer. Sus armas son tan frágiles como las palabras, su inspiración tan fuerte como la mano de Dios que «separa las aguas». Su vida pende de un hilo, experimenta la vulnerabilidad, la providencia y el fracaso. Si lo pensamos bien, en las situaciones difíciles que los consagrados sabemos leer como providentes, es donde de manera radical descubrimos para qué un día «quemamos las naves» y nos lanzamos a una vida de aventura de Reino. Eso sí, hasta que no lo vives te parece mentira, lo ves con escepticismo y hasta puedes consolarte diciendo «eso no es para mí». El drama de los consagrados es vivir descartando oportunidades de Reino, porque llega un momento que ya no sabes qué es lo tuyo, cuál es tu sitio y, mucho peor, por qué permaneces.