Quizá extrañe el título que he dado a este estudio monográfico: “Longevidad y tiempo extra. Vida consagrada del siglo XXI”. Ya de principio, he de decir que no intento hablar en él del tema del “envejecimiento”, tampoco de la “ancianidad”, ni de las técnicas más adecuadas –somáticas y espirituales– para “envejecer” bien. La intención es otra.
Una de las características de ser humano contemporáneo es la prolongación de la vida. Cada vez se vive más. Nos son concedidos más años de vida. Escuchamos frecuentemente en las noticias expresiones como ésta: “medidas para los mayores de 65 años”. Y lo cierto es, que 65 años serían el inicio de una vida prolongada que se acerca cada vez más a los 100 años. ¿Qué hacer con una vida extra de unos 35 años? Nuestros gobiernos se replantean –y con toda razón– cuál es la edad más adecuada para la jubilación. En la Iglesia se determinó –ya hace tiempo– que los obispos renunciaran a su sede episcopal al cumplir los 75 años. Determinación que no se ha tenido en cuenta en los dos últimos Cónclaves en que han sido elegidos como papas dos cardenales que excedían la edad de 75 años: el papa Benedicto XVI con 78 años y el papa Francisco con 77. Y todavía hoy ¡los dos están con nosotros! ¡Nadie duda de la grande y sabia aportación de estos dos pontífices a la Iglesia y a la sociedad! Aportación de la que nos habríamos visto privados, si ya jubilados hubieran sido recluidos en una residencia para mayores.
En nuestros capítulos generales o provinciales no podemos reprimir nuestra reacción cuando llega el momento de las estadísticas por edades. Y alguien nos dice: “… y el número de mayores de 70 años es…”. Escuchamos entonces un número que excede a los de edades anteriores.
La intención de este estudio no es conversar sobre ese dato, a veces tan sombríamente proclamado y del cual se extraen comentarios depresivos o consecuencias apresuradas. Mi intencionalidad es, más bien “indagar apreciativamente” no tanto sobre el dato de la ancianidad o vejez, sino de la “longevidad”: las vidas prolongadas, o las vocaciones con larguísima fecha de caducidad, o la novedad de una vida consagrada de personas longevas.
– Pensar en longevidad no es pensar, ante todo en “residencias de ancianos”, o en “enfermerías”. ¡Lo cual es indudablemente necesario en determinados casos!
– Pensar en longevidad es intuir cómo configurar ese tiempo “extra” que se está concediendo en la tercera década del siglo XXI a no pocas personas consagradas.
– Pensar en longevidad es plantearse cómo reconfigurar nuestras comunidades, nuestros ministerios, nuestros institutos. No se trata únicamente de un desafío interno de la vida consagrada; lo es también del clero diocesano.
Si fuéramos capaces de conseguir un nuevo “nivel de conciencia”, de seguro que se nos abrirán nuevas perspectivas. Para conseguir este nuevo “nivel de conciencia” nos será muy útil tener en cuenta lo que mujeres y hombres del pensamiento, de la política, del mundo, de la teología nos dicen al respecto.
La intencionalidad de estas reflexiones que ofrezco es suscitar entre nosotros “conversaciones significativas” sobre el tema “Longevidad y tiempo extra: vida consagrada del siglo XXI”. De seguro que la invitación a conversar nos situará en un nuevo nivel y provocará de seguro cambios notables y hasta revolucionarios. Desarrollaré el tema en cuatro partes:
– La longevidad como “don” y “desafío”, en la vida consagrada occidental y en la sociedad: cohabitan diversas generaciones con referencias y memorias diferentes.
– La longevidad “redimida”: desde la dinámica del deseo y la admiración más allá de uno mismo, mantenerse despiertos.
– La “conexión intergeneracional y redes”: el “rostro elocuente” de la comunidad en la sociedad longeva.
– La “longevidad como profecía, “vamos a Belén”: El “rostro profético” de una vida consagrada de testigos de un nuevo nacimiento.