NUEVO MONOGRÁFICO DE VR: ES EL MOMENTO DE TOMAR DECISIONES AUDACES EN MISIÓN COMPARTIDA

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Misión compartida, el signo de un cambio de época

(Antonio Botana, Fsc).“Misión compartida” es una expresión que aún no ha cumplido los 40 años desde que empezó a usarse en los documentos capitulares de algunos institutos religiosos y, más tarde, de la Iglesia oficial. Está, pues, vitalmente, en la década de los 30. Se ha hecho adulta, sí, pero aún no llega a mostrarse con una identidad madura, experimentada, con criterios claros y estilo de vida definido.

En la búsqueda de identidad que acompaña a todo ser vivo, misión compartida ha pasado por una infancia balbuciente y una adolescencia más o menos tormentosa. Se confundió frecuentemente con un “reparto de tareas”, o se relegó a un “trabajo en equipo”, o se perdió en devaneos con una “entrega de llaves”, o flirteaba con las invitaciones que los institutos religiosos hacían a los laicos para participar como observadores en las estructuras propias de aquellos (capítulos, consejos…), y los tímidos saludos desde las ventanas de comunidades religiosas que mantenían cerradas sus puertas a cal y canto…

Pero también en ese camino hacia la tierra prometida, misión compartida experimentaba que solo podía crecer y madurar si en su interior habitaba el Espíritu. En no pocos casos, para ponerlo de manifiesto cambió su nombre por el de misión y carisma compartidos, o incluso más simple: carisma compartido, pues el carisma ya incluye la misión. Lo cierto es que, en la medida en que el carisma se convertía en el corazón de la misión compartida, esta crecía y maduraba.

Así es como misión compartida puso en relación dos identidades que en principio parecían muy alejadas: laicado y vida religiosa. Una relación fecunda, estimulada por el carisma fundacional en que se unían, y cuyo resultado fue la familia carismática.

Es una relación fundamentada en el tesoro cristiano común y alimentada por lo específico que caracteriza a cada identidad: el laicado descubre en la vida religiosa el signo y la memoria de los valores cristianos que todos han de vivir, cada cual en sus propias mediaciones; la vida religiosa descubre en el laicado la razón de ser de su consagración, el testimonio de que el Reino de Dios se construye en el mundo, y el interrogante por la significatividad de su propia vida consagrada.

La recuperación de esta relación matrimonial, tantos siglos rota, entre laicado y vida religiosa, no ha resultado ni fácil ni fluida. Son muchas tareas pendientes: muchas rutinas que cambiar, un hilvanado de mutua confianza elaborado con paciencia y arte, la renuncia a tantas estructuras que, especialmente en la vida religiosa, se han hecho sagradas e intocables; y al mismo tiempo, la invención y puesta en funcionamiento de nuevas estructuras que hagan posible el encuentro, la comunión, la corresponsabilidad en la misión.

Cuando la misión compartida comenzó a hacerse notar y llamaba a las puertas de las diferentes instituciones religiosas, algunas de ellas tuvieron miedo de recibir esa criatura en su seno. La miraron con desconfianza. Tal vez pensaron que iba a poner en cuestión su carisma fundacional, o que les iba a impedir cumplir con sus responsabilidades en la misión… Lo más que hicieron fue lo que antes describíamos como “infancia” de la misión compartida. Perdieron una gran oportunidad, o se han retrasado de tal forma que ahora se ven desbordadas ante la urgencia de subir a un tren que ya ha salido.

Otras instituciones se han quedado con la misión compartida adolescente, la de los guiños, los devaneos, los flirteos, la que no acierta a madurar y convertirse en familia carismática, aunque se atreva a utilizar este nombre. Es una misión compartida viciada por el clericalismo que aún afecta a buena parte de la vida religiosa.

Misión compartida representa un cambio de época. No es una moda para unos años, “ya vendrá otra”… No se refiere primariamente a “un modo de hacer”, sino a “un modo de ser” que alcanza a las personas, a las comunidades, a las instituciones. Ser en comunión, puede muy bien sintetizar el programa de vida que acompaña la madurez de la Misión compartida. Lleva consigo una revisión de las prioridades, de las estructuras en que se acomoda nuestra vida, de nuestras relaciones con los demás miembros de la Iglesia, de la expresión de nuestra espiritualidad, incluso de cómo comprendemos nuestra propia identidad.

Y en el momento en que una época se difumina y se va, es necesario asumir la responsabilidad de tomar decisiones que sean capaces de hacernos entrar en la nueva época. El retraso contribuirá a que nuestras instituciones se difuminen para perderse infructuosamente en la neblina del pasado, y lo que es peor, hará que se pierdan los carismas fundacionales que les dieron origen, y que podrían seguir siendo útiles a la misión eclesial en las nuevas coordenadas que orientan la Iglesia-Comunión.

Un nuevo contexto de aprendizaje

Misión compartida ha creado un nuevo contexto de aprendizaje, en el que cada uno experimenta y reaprende su propia identidad. Esto vale de manera especial para la vida religiosa, tan profundamente marcada por formas que se prolongan del pasado y tienden a hacerse intocables.

En el contexto de la misión compartida se desarrolla un nuevo tipo de relación y se alcanza otro nivel de comunión que no se daba antes entre laicado y vida religiosa. Desde esa comunión, las identidades implicadas asumen solidariamente la fidelidad creativa al carisma fundacional y se comprometen corresponsablemente en la misión.

En ese contexto la persona consagrada ha de vivir su vocación hoy, al lado de otros laicos y consagrados que se reúnen en el carisma para animar la misión, y junto a ellos y ellas ha de realizar el aprendizaje de cómo vivir un carisma compartido, cómo construir una nueva fraternidad, cómo compartir la responsabilidad de la animación de las personas y de la misión.

En ese nuevo contexto se genera y se expande la familia carismática, el mejor fruto de la misión compartida. Y es a partir de él como hay que descubrir las nuevas instancias de animación y gobierno, tanto de tipo personal como grupal, en el interior de la familia.