(Damián Mª Montes). «Los ángeles alaban tu gloria, te adoran las dominaciones y tiemblan las potestades, los cielos, sus virtudes y los santos serafines te celebran unidos en común alegría”. Confieso que cada vez que debo pronunciar estas palabras u otras similares durante la celebración de la Eucaristía me siento extraterrestre; y que el único motivo para pronunciarlas, al cual doy mucha importancia, es permanecer en la comunión de la Iglesia. Pero, ¿de verdad nadie repara en que el lenguaje religioso en general, y el litúrgico muy particularmente, ya no dice nada, o muy poco, a los jóvenes de hoy? Desde mi ignorancia, quizá compartida con miles de fieles y millones de alejados, me sorprende, por ejemplo, que la última traducción al castellano del Misal Romano haya optado por la formulación dualista “alma-cuerpo”, habiendo perdido una oportunidad única para orientarse hacia el lenguaje personalista, más acorde con la teología actual y con nuestra sensibilidad. Me sorprende que todavía recemos por las “almas” de nuestros fieles difuntos, y no por ellos en su misterio personal, como la persona entera que muere y resucita. Me sorprenden los querubines, los serafines, tronos, dominaciones…, y me sorprenden expresiones como “¡Oh, clementísima, Oh, piadosa…!”. ¿No es posible para los estudiosos encontrar palabras de hoy que definan la realidad de siempre? Por supuesto, creo que no se trata de acabar con el misterio de fondo al que se refieren estos términos tan ajenos a nosotros, sino de actualizar su lenguaje para que lo de siempre diga algo a la gente de hoy.
Soy consciente de que aparecen y aparecerán voces que defiendan acérrimamente este lenguaje caduco. Argumentarán que el misterio debe ser acogido en la liturgia también desde su incomprensibilidad o que debe ser explicado a los fieles previamente, pero no podemos dar más volumen a estas que a las muchísimas más voces que esperan acercarse a la experiencia de Dios con un lenguaje más sencillo y cercano. No hablemos de los jóvenes que no tienen fe, a los que estas expresiones no solo les resultan ajenas e incomprensibles, sino que les aleja aún más.
Traslado esta preocupación al lenguaje religioso en general. Basta leer, por ejemplo, algunas homilías u oraciones en el reverso de las estampas de los santos para darse cuenta de que necesitamos con urgencia, un nuevo lenguaje.