Y los discípulos se quedan atónitos diciendo que sí, que vale, pero mira cómo salen bien las cosas, como triunfamos en tu nombre. Y Jesús sabe que es más verdad eso de ser ovejas en medio de lobos y que cualquier día el lobo ( o un lobo disfrazado de oveja) se va a comer a alguna oveja o simplemente a matarla por gusto. Sabe que, a veces, el mal tiene su fuerza en nosotros mismos y no en un exterior aislado e identificado, fácil enemigo o por lo menos enemigo. Sabe que la cizaña forma parte de nuestro trigo y que la tentación purista, incluso en nombre del bien, puede hacer perecer la fuente del pan partido y compartido en nosotros mismos. Y , por último, sabe que el aparente fracaso, el grano de trigo que muere, es la fuerza del fruto que no depende de uno mismo. Y ese no depender de uno mismo, esa fragilidad hermosa, es la que no llegan a entender los discípulos victoriosos. La tentación de querer ser como Dios, de enmendarle la plana, de hacerlo a nuestra imagen y semejanza, de decirle cómo han de ser las cosas, continúa teniendo mucha fuerza. “¡Hasta los demonios se nos someten en tu nombre!”. Pero en la hora de la debilidad, de que otro te ciña y te lleve a dónde no quieres ir, incluso del sentimiento de abandono por parte del Padre, ¿a qué agarrarse? Cuando la caña cascada está a punto de quebrarse, cuando ya tenemos demasiadas alforjas y talegas y sandalias. Cuando a la paz que viene del Resucitado desaparece o no vuelve a nosotros… Cuando todo eso pasa o pase sigue siendo verdad que Alguien continua manteniendo inscritos nuestros nombres en el cielo. No nosotros, no. No por méritos, no. No por ganancia o por deuda, no. Por mera gratuidad de hacerlo en el amor. Y no sólo mi nombre aislado y en letras luminosas destacando sobre los demás, no. Una multitud de nombres que son comunidad de eternidad. Y es más: unos nombres que ni siquiera imaginaríamos que pudiesen estar ahí inscritos.