Muchas veces sentimos una cierta orfandad, una soledad profunda aunque estemos rodeados de personas. Una orfandad de amor que es la que nos causa un dolor más intenso.
Con la fe nos pasa lo mismo porque no deja de ser un trato de amistad con Aquel que sabemos que nos ama. Nos empeñamos en quedarnos en nuestras soledades y bandos, en las sequedades y eriales interiores y exteriores. Nos situamos en la comodidad de los ritos y de la normativa fácil que complica la esperanza porque nos cierra a los otros.
Estamos cómodos en lo ya sabido y aprendido, pero nos olvidamos que ese Jesús al que seguimos está por otros andurriales. Es cierto que no nos deja huérfanos, pero su Espíritu nos lleva a otros lugares, siempre mar adentro, siempre a la Galilea marinera que sabe a redes y a pescado recién cogido.
Hoy ya no nos valen muchas de las estructuras eclesiales que mantenemos porque siempre se ha hecho así, porque antes funcionaban, porque no se nos ocurre nada mejor. Jesús no nos deja huérfanos pero no le gustan los odres viejos porque sabe, a precio de su propio amor, que se rompen y el vino nuevo se derrama.
Ya es tiempo de atreverse, de percibir la presencia del Resucitado allí donde su Espíritu nos lleve. No estaremos huérfanos si no nos empeñamos en ello.