Simón, el hijo de Jonás, lo había dicho bien: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Lo había dicho inspirado, y lo habían declarado “dichoso” por haber recibido aquella inspiración. Pero en seguida caemos en la cuenta de que decir algo bien no significa que hayamos entendido bien lo que dijimos.
El hecho es que Simón, a quien Jesús llamó Pedro, lo había entendido fatal, tanto que lo había entendido “al modo de Satanás”: “Si eres Hijos de Dios” –dado que eres Hijo de Dios-, las cosas no pueden ir mal para ti, nada te va a faltar, “que las piedras se conviertan en pan”, “que los ángeles vengan a impedir un tropiezo”, “eso de padecer y ser ejecutado no puede Dios permitirlo”, “eso no puede pasarte”…
No puedo imaginar la cara de Pedro cuando Jesús le llama Satanás. Pero no me cuesta trabajo admitir que mi modo de entender a Dios me hace acreedor al título tanto o más de cuanto no lo fuese Pedro: ¡Qué difícil es creer y confiar, creer y abandonarse en las manos de aquel en quien creemos! ¡Qué difícil es conjugar la fe en Dios nuestro Padre con la experiencia de abandono, de soledad, de iniquidad, de muerte!
Ahora, dejada la piel de Pedro, intentaremos meternos en la de Jesús, en la del Salmista, en la del Profeta, o lo que es lo mismo, intentaremos meternos en la piel del creyente que ha de aprender penosamente la oscuridad de la fe. Jesús, el Salmista, el Profeta, han experimentado que Dios está siempre más allá de nuestro saber sobre él, que Dios es siempre el Otro, el Dios inefable, el Dios escondido. Jesús, el Salmista, el Profeta, saben que Dios es un arruina tranquilidades, un desbarata vidas; los seduce, los fuerza, puede con ellos, y los deja con la sensación terrible de que los ha abandonado.
Y viven buscándolo… madrugan por él, tienen sed de él, tienen ansia de él, como si fueran tierra sin él, casa sin él, cuerpo sin él…
Y, con los ojos puestos más allá de la noche, aprenden a vivir esperando en aquel que es su fuerza y su gloria, en aquel cuya gracia vale más que la vida.
No pienses, sin embargo, que eso de “meternos en la piel del creyente” sea un simple ejercicio de imaginación, pues es un proceso de transformación que se vive en la escucha de la palabra de Dios y en la comunión con ella.
Esa comunión hace tuya, del creyente, la confesión del Profeta: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir, me forzaste y me pudiste… Tu palabra es en mis entrañas fuego ardiente que intento contener, pero no puedo”.
Esa comunión te mete en las entrañas la oración del Salmista: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua”.
Esa comunión hace tuyo el camino de Jesús: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.
Por esa comunión haces tuyo el mundo de Jesús, un mundo de vidas que se encuentran sólo si se pierden, que se logran sólo si de dan, sólo si se ama como Jesús nos amó.
Feliz comunión con el más amado, con el entregado, con el abandonado… Feliz comunión con Cristo Jesús.
Feliz domingo.