Mi hermana me lo comunicó así: “Hoy, con Regis, hemos ido a Ben Junes; al llegar al primer grupo que nos esperaba, nos hemos “topado” con la furgoneta del Ejército; estaba metiendo a los emigrantes… Ellos, pidiéndonos ayuda; nosotros dos, atónitos… Se nos han llevado a nuestros hijos, delante de nuestras narices, y nosotros sin poder hacer nada. Después, piensas: quizás podías haber intercedido por ellos, hacer parar la furgoneta… Sólo hemos llorado y rezado. Hemos llegado a Tánger con el corazón encogido”…
Mi hermana, con Regis, iba a llevar alimentos a los emigrantes que, en el bosque de Beliones, sobreviven mientras esperan una oportunidad para entrar en la ciudad vallada de Ceuta. Si queremos encontrarnos con ellos, hemos de hacerlo manteniendo contacto permanente a través del teléfono, y no puedo dejar de pensar que los militares se han servido de esas llamadas para localizar y arrestar a quienes la caridad pide que se hagan visibles para coger el pedazo de pan que les llevamos.
En la misa del próximo domingo de Pascua, domingo del Buen Pastor, con Regis y con toda la comunidad eclesial, mi hermana escuchará las palabras del salmista: “La misericordia del Señor llena la tierra; la palabra del Señor hizo el cielo”. Y habrá de conjugar, con el corazón encogido, su experiencia de llanto en el bosque y la confesión de fe que se hace en la asamblea litúrgica: habrá de conjugar lágrimas de víctimas y misericordia de Dios, impotencia del creyente y memoria del poder creador de Dios.
Esa síntesis admirable, propia del Reino de Dios, la hará en ti, Iglesia amada del Señor, el Espíritu de Cristo. Sólo él sabe aunar lágrimas y alegría, debilidad y victoria, abajamiento y enaltecimiento.
Fíjate en tu Señor, en tu Pastor. Si lo reconoces en Jesús de Nazaret, ves que se hizo siervo de todos y dio la vida por sus ovejas. Si lo contemplas en la Eucaristía, su servicio y su vida entregada se te revelan en un pan consagrado, fraccionado, repartido y comulgado. Si lo ves en ti misma, ves que todavía hace suya tu debilidad, hace suyas tus lágrimas, hace suyos tus deseos de liberación. Si lo ves en los pobres, ves que en unos es olvidado, en otros perseguido, en todos menospreciado. Si lo ves en los emigrantes, el corazón se te encoge de pena porque, en ellos, todavía continuamos atormentado y crucificando a nuestro Señor. Es tu Señor el que, en Beliones, ha sido empujado a las furgonetas del ejército para ser desplazado lejos de las fronteras de un país de epulones, de amos, de dueños; una vez más tu Señor habrá sido humillado y vejado y abandonado como un no hombre, como un sin derechos, como uno de quien Dios se ha olvidado. Pero tú sabes que, en su debilidad, él es siempre tu Señor, él es siempre tu Pastor, él es el Resucitado a quien se ha dado para siempre todo poder.
Por eso hoy confiesas con las víctimas y se lo recuerdas a los verdugos: “Sabed que el Señor es Dios, que él nos hizo y somos suyos”.
Por eso hoy tú y tus pobres cantaréis con el salmista: “El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades”. Vuestro salmo resonará en la catedral y en las furgonetas del ejército; resonará en la asamblea del débil rebaño del Hijo de Dios, y en el corazón de aquellos a quienes el poder priva del derecho a un futuro digno del hombre. Esa misma bondad, la misma misericordia, la misma fidelidad, que son la esperanza de los pobres, serán el infierno de quienes los condenan a morir en la pobreza.
No llores, hermana mía, por los pobres: llora por sus verdugos.