El seguimiento de Jesús, la vida en fe o la vida consagrada, encuentran su identidad en ser testimonio creíble de la resurrección. De ahí que su identidad y verdad sean «razones no razonables» de fuerza y verdad más allá de circunstancias convulsas en las que, en ocasiones, parece quedar oculta.
La cuestión siendo sencilla, se muestra, sin embargo, muy ambigua. Todavía no acabamos de entender que es imposible hablar de vida sin cambio. Es más, nos podemos conformar con un suave olor de cambio mientras jaleamos máximas rimbombantes y sonoras. Francamente me parece muy preocupante. Sin negar el valor autopoiético de los deseos de cambio que hay en buena parte de la vida consagrada, el tono general es de una cierta parálisis. Una incapacidad para operar itinerarios y cambios significativos que ayuden a las personas a optar, decidirse, ofrecerse, cambian y transformar el marco. La decisión teórica de buscar vida, se ve amortiguada por infinidad de decisiones prácticas, concretas y diarias que, sin embargo, anuncian soportar el peso de la vida. Es solo aguantar ritmos o continuar en una «desesperanza cuidada», aunque estemos en Pascua.
No llegaremos nunca a integrar procesos de cambio si no nos arriesgamos a conocer qué cambios reales puede hacer cada uno o cada una. No llegaremos a conocer la capacidad real de transformación si no se abre un espacio próximo, en cada comunidad, para oír los latidos de vida. No se llegará a un porvenir necesario si resignamos la esperanza y la inteligencia a una sesuda resignación de que las cosas tienen que ser así y lo único que cabe es citar algunas expresiones que, hasta que se gasten, pueden seguir manteniendo la tensión.
El problema de la vida consagrada no es de ideas, porque la vida consagrada es, en sí misma, una de las mejores ideas que se ha formulado sobre la humanidad. El problema es que nuestros espacios comunitarios hace tiempo que no sirven para compartir la idea evangélica sobre la vida. Aquella que cada uno y cada una ha ido tejiendo mientras se hacía mayor.
El problema es de confusión de ideas. Intelectualmente tenemos muy claro que la misión es más y distinta de los trabajos que realizamos; sin embargo nos realizamos en una autosatisfacción del propio trabajo. El problema es que nos gusta hablar de la comunidad como espacio bucólico y armonioso; mientras internamente podemos vivir un divorcio real de las vidas con quienes compartimos espacio. El problema es confundir la calidad de la comunidad con la simultaneidad, aunque teóricamente sabemos que no tiene valor en absoluto el simple estar a la vez en el mismo salón. El problema, en fin, es creer que la vida consagrada es valiosa en sí, sin que viva, signifique, transfiera o comunique reino. Y no es así.
La vida consagrada es compromiso con la vida, es una convocación para la vida y se expresa en una fraternidad que tenga vida. ¿Se imaginan qué ocurriría si examinásemos la calidad de vida en nuestros ámbitos comunitarios?
En los ámbitos de reflexión (capítulos, asambleas, congresos) solemos tranquilizarnos echando mano de la historia: «Que si renovación»; «que si reforma» ; «que como el Papa afirma»; «que desde el Concilio…». En la vida próxima, en el tú a tú, donde se juega todo, hay un número notable de consagrados que creen que «esto no da más de sí». Se puede aguantar, es verdad, sin estridencias. Se puede ir consumando lentamente un estilo y unas formas que se sostienen en la exterioridad de «misiones» particulares con cierta acogida. Pero los niveles de insatisfacción, no despreciables, nos están indicando que lo que falla es una base antropológica de normalidad para la fraternidad. Algo que, sin duda, se debe trabajar, porque se puede trabajar.
Los espacios que, en su momento, nos hemos dado como lugares para la vida, son reales, pero son espacios para el ayer, no para este presente. Algunas formas de actuar, de relacionarnos, de valorarnos o ayudarnos, claramente hoy no sirven, ni estimulan, ni enriquecen. La clave no es a ver quien pilla bien las ideas de este tiempo y de vez en cuando jalona exhortaciones con ellas para levantar el ánimo del personal. La clave son vidas que se arriesguen, que comprometan la vida, que alumbren novedad, que compartan esperanza y normalidad. Que llamen las cosas por su nombre y comprometan la existencia en integrar a las personas. La clave son espacios comunitarios verdaderamente nuevos porque deja de haber personas invisibles a las que soportamos pero no contamos con ellas, ni queremos que cuenten. La clave es de conversión y de mirada en fe, que eso es resurrección. Lo demás, son discursos contextuales, en sí acabados y anuncio de que lo que nos proponemos es aguantar, mientras el tiempo aguante.
Este tiempo es de oportunidad, de auténtica reforma. Nos hemos conjurado para que algunos hechos muy dolorosos y residuales jamás vuelvan a darse. No bastan, sin embargo, las palabras, ni «golpes de pecho», ni huecos discursos de nuestro compromiso con la vida. Es imprescindible el compromiso de crear espacios de fraternidad diferentes: espontáneos, posibles, urgidos por la verdad, próximos, cercanos, sin «cargas» ni «cargos» de «aristócratas de fraternidad». Nuevas comunidades donde cada persona cuenta porque se escucha atiende y entiende. Nuevas comunidades forjadas en la pasión por la misión y no en la angustia de sostener presencias acabadas. Comunidades que se parezcan a la «mesa» que compartía Jesús con los discípulos y discípulas, donde se cuida la originalidad, personalidad y cultura de cada uno o cada una. Donde no hay miedo a la diversidad, ni se provoca que las personas tengan que callar su verdad. Donde hay discernimiento, porque es limpio, real, es respiración del Espíritu. Donde se llega a decisiones de ruptura que saben a nuevo, donde hay equivocación y reconciliación… porque esa es la base de la vida. Donde el guion no está escrito, lo tienes que crear y hacer posible.