Llegamos al final del año litúrgico y nos encontramos con la fiesta de Jesucristo rey del universo.
Al pronunciarlo el corazón se estremece un poco en grandes pompas y reinos infinitos.
Pero el evangelio nos sitúa en la verdad esencial. «Mi reino no es de este mundo», le dice Jesús a Pilato. Y con ello queda zanjada toda pretensión teocrática (el gobierno de Dios). Por ello, los primeros cristianos vivían como ciudadanos y no quisieron constituir un régimen a parte. Por ello, la ley de Dios no es, ni puede ser, la de los ciudadanos, porque el amor y la verdad no se pueden imponer. Cuando se quiso imponer (se quiere imponer) surgen los fanatismos más salavajes e inhumanos. Tristes ejemplos tenemos hoy en día y a lo largo de la historia.
Es la gran tentación de la montaña más alta desde la que se divisan todos los reinos de la tierra y en la que resuena la voz del gran Tentador: «Todo esto será tuyo si me adoras»
La gran tentación que hoy nos sigue acechando del poder (antipoder del Reino) de seguir criterios de binomios reduccionistas y mentirosos: buenos/malos, sagrado/profano, puros/impuros, fieles/infieles… La gran blasfemia de tomar el nombre de Dios en lo vano de la violencia y el miedo. De la mentira que hace de los seres humanos esclavos y no amigos. Este germen de mal lo pueden portar todas las formas religiosas e ideologías que solo confían en sí mismas. Que creen que su verdad es la única y que el amor es exigible y que se puede imponer.
Por ello, el Rey de la Verdad es aquel que sabe que el amor llega hasta el final y que se concreta en dar la vida por sus amigos, nunca en quitarla.
Felices nosotros que sabemos que el Reino de Dios no es de este mundo.