Jesús fue reconocido por los pastores y los magos, pero no por los que compartían con él la fila de los pecadores. Una cola que bordeaba el río Jordán de aquellos que querían recibir el bautismo de manos de Juan. Y allí se puso Jesús, entre ellos, en silencio.
Pero eso sí, al entrar en el agua lo reconoció el Padre. Y lo hizo con la voz potente con la que un día nos creó para que Juan, primero y, los demás después se dieran cuenta de que el Hijo quería compartir nuestra suerte. Por eso se situó detrás de de los hombres, sin juicios y sin miedos a sus esclavitudes. Así se mostró al mundo, y así reconoció su propia vocación de entrega. Y el Padre le dio carta blanca para estar entre nosotros sin privilegios; continuando el despojamiento que le supuso entrar en nuestro mundo. Un despojamiento anunciado a María, venerado en un establo y cultivado en el silencio de Nazaret. ¡Vamos, el contemplado estos días de Navidad!
Y Jesús se bautizó, y después se marchó al desierto, a las tentaciones, y de ahí a la predicación.
Nuestro bautismo se produjo cuando no podíamos reconocer ni a Cristo ni a nuestra madre. Bueno, ni saber ni lo que hacían con nosotros ya que se nos administró en la infancia, sin uso de razón, pero eso sí, de manera gratuita, sin que pudiéramos elegir, pero tampoco agradecer. Y esa fue nuestra entrada en la cola de la humanidad; en virtud de la fe de nuestros padres. Se nos puso junto a otros que conformarían la Iglesia, para sabernos hermanos de todos y, ahí mismo, reconocidos como hijos.
Por eso mismo pudiera ser que no hayamos reconocido a Cristo en nuestro bautismo. Porque le hemos buscado en otras colas, en otros ríos y con otros Juanes. Y la excusa es sencilla y repetida: “como yo no me enteraba…”
Nos falta una iluminación del cielo para escuchar la voz del Padre y reconocer a Cristo detrás de nosotros, o delante, o al lado, como uno de tantos.
Nuestro bautismo fue gratuito. Se nos regaló sin hacer nada. Y por eso mismo lo apreciamos en tan poco. Ya se nos pueden enumerar sus efectos y sus gracias, que como no hemos visto a Cristo ni lo que le costó estar como uno más, lo hemos dejado acotado a la foto de un día en el que se celebró algo a nuestra costa.
Ya somos mayores y responsables de lo que hacemos. Efectivamente no se nos consultó para ser bautizados, pero tampoco para nacer, ni en la familia que tenemos. Tampoco se nos pidió opinión para amanecer en determinado lugar del mapa, ni para ser de una raza especial. Y sin embargo, todo eso nos ha determinado y constituido como personas. ¿Por qué no le damos las mismas posibilidades a nuestro bautismo? ¿Por qué no somos más humildes y nos ponemos en la cola de los demás? ¿Por qué no somos más agradecidos y nos dejamos encontrar por Cristo?
Si lo hacemos, y damos una oportunidad al Espíritu de Dios, descubriremos nuestra propia vocación… y, quizá así veamos a Cristo en silencio, nuestro lado.