Y estas palabra de Jesús resuenan aun con más fuerza en este contexto de crisis. Ese agobio lícito que muchas personas tienen para poder salir adelante día a día. Ese buscar lo imprescindible para poder vivir con dignidad.
Pero también en este contexto se nos dirige a nosotros la palabra. La carga llevadera y el yugo ligero que nos ofrece Jesús siempre y cuando lo aceptemos. Nunca es una imposición sólo un consejo, una posibilidad.
El dios dinero sigue siendo poderoso, quizás no por sí mismo, sino por todas las promesas que nos hace. Promesas de un señorío especial, de una significación social, de un triunfar a los ojos de los otros. Promesas que se cumplen muchas veces y por las que muchos son capaces de dejarse la vida (¿también nosotros?). Promesas que traen agobios y que hacen vivir entre ellos y por ellos. Promesas ya impuestas desde muy pequeños porque así nos educan.
Jesús ofrece la despreocupación de los lirios y de los pájaros, el fiarse infinitamente de eso que ya no está de moda: de la providencia. Es un confiar quizás iluso. Esa «añadidura» que nos cuesta creer porque no depende de nosotros. No es hacerse a uno mismo sino dejarse a uno mismo. Pero no un dejarse heroico o estúpido en la inacción, sino en la esperanza de un amor más allá de las seguridades pequeñas de una vida anodina.
El Reino es así, de un Dios que viste majestuosamente y alimenta copiosamente sin méritos, sin intercambio de bienes o de favores. Sin agobios. Sólo con la condición frágil de una renuncia a ese señorío triste pero imperioso: el dinero.