El evangelio de este domingo nos enfrenta a nuestra propia desnudez. Mientras Jesús les va hablando a los suyos de entrega y rechazo, ellos van hablando de poder y puestos preeminentes.
No entienden nada. Creo que esto no ha cambiado demasiado a lo largo de los siglos. Nos seguimos aferrando a grandes o pequeños poderes, como los grandes de esta tierra que «nos tiranizan y oprimen».
Eso sí, nosotros lo hacemos bajo capa de autoridad evangélica, o de profesionalidad religiosa, o a golpe de filacterias y mantos que nos diferencien del común de los mortales. Nosotros somos diferentes, más (en piedad, pureza, humildad, obediencia, oración… Tantas palabras buenas que pueden convertirse en armas de distinción masiva)
Y Jesús, con un gesto, nos sitúa en nuestro lugar. Pone a un niño en medio, lo abraza y dice que ese niño si es acogido en el seno de la comunidad es Él y el Padre quienes son acogidos (como en el juicio hermoso de Mt. 25). Un Dios con la nariz a ras de tierra que disfruta con las primeras heridas en las rodillas de ese niño que descubre el juego, o que balbucea como la niña que comienza a decir mamá, o como ese que llora en misa y nos molesta. Un Dios que no se preocupa por los puestos competitivos sino que confía en que las personas no le van a hacer daño y lo van a acoger siempre.
Dios niño, como en el pesebre de estrellas y animales. Dios que acurruca y se deja acurrucar, sin miedo ni intereses creados.
Ojalá