sábado, 20 abril, 2024

NADIE PUEDE PERMANECER SIN EVOLUCIONAR

(Rino Cozza). Muy recientemente nos hemos convencido de que «de una identidad invariable uno muere».  En otras palabras –como dice F. Alberoni– nadie puede repetir sin inventar.

Un organismo que deja de estar vigilante o atento se vuelve perezoso, no reacciona, da lugar al estancamiento y la decadencia. La «rutina» toma el control y la creatividad se extingue engullida por la mediocridad, porque «el orden del mundo (cosmológico, político, cognitivo e, incluso, moral) no es estático, sino que es histórico, es decir, se da temporalmente, a través de un proceso de mutaciones».  De igual modo, podríamos decir que no es posible legitimar lo nuevo remitiéndonos solo a la identidad de los orígenes (excepto la carismática), sino que se trata de integrar en esa identidad lo que nunca existió. Para la mayoría de las congregaciones es necesaria una inmersión valiente y creativa en la crisis, por el hecho –escribió Schillebeeckx– de que todo cambio radical parte de la afirmación de la primacía del futuro sobre el pasado. Por consiguiente, la vida religiosa, para salir del lugar marginal que ocupa en la conciencia colectiva de la Iglesia, necesita principios rectores que la lleven a no ser excluida de esos círculos de vida que están en sintonía con las exigencias legítimas de hoy.

No se trata de renunciar al pasado, sino de ir más allá. Así, hasta el año 1500, el «actuar» construía de iure o de facto un tipo de comunidad funcional aferrada a una concepción corporativista que bastaba para reconocerse como hermanos y hermanas, independientemente de la calidad  de la relación. Esto continuó hasta mediados del siglo XIX, con el aluvión de congregaciones, motivadas por las necesidades sociales de la época, que seguían modelos comunitarios de impronta jesuítica, «en los que predominaba un ascetismo rígido, la uniformidad, las prácticas espirituales y devocionales y la observancia regular».

Providencialmente a partir del Concilio Vaticano II, un fuerte «viento» comenzó a soplar, hinchando las velas de la perenne creatividad evangélica. Así empezaron a surgir «nuevas propuestas que, por su espontaneidad y entusiasmo juvenil, trazaron nuevos caminos, muy dinámicos y estimulantes».  Un cambio que impulsaron quienes se preguntaron «¿qué debo hacer para tener vida?» y encontraron la respuesta dentro de los nuevos horizontes eclesiológicos que veían la secularidad como protagonista: laicos y laicas que dieron lugar a nuevas formas de vida evangélica capaces de descubrir las nuevas exigencias espirituales, culturales y sociales. En palabras de Juan Pablo II: «una manifestación de energía y vitalidad eclesial que debe considerarse ciertamente como uno de los frutos más hermosos de la vasta y profunda renovación espiritual promovida por el último Concilio».

Por tanto, puede haber muchas expresiones de vida evangélica, y ninguna de ellas puede ser absolutizada. Se remiten a manifestaciones típicas de diferentes eclesiologías, y diferentes teologías de la vida religiosa, que dan testimonio de la posibilidad de diferentes formas de vivir la única comunión».

 

 

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