La fe confiesa la obra de Dios, y de la confesión de fe, nace la paz que llena el corazón de los fieles: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano… Con el Señor a mi derecha, no vacilaré”… “Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena”…
El creyente puede siempre decir con verdad: “El Señor es mi pastor: nada me falta”…
La profecía, a su vez, conjuga en futuro los verbos de la esperanza: “Se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo… Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro”.
Por su parte, la esperanza conjuga en futuro los verbos de su oración: “No me entregarás a la muerte, no dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia”…
Y el evangelio vuelve a ser promesa de futuro y motivo de esperanza: Entonces verán venir al Hijo del hombre… Entonces, de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte, reunirá a sus elegidos”…
Hoy, cuando lector y salmista nos hacen escuchar lo que aún esperamos, lo que deseamos, lo que aún está por venir, una onda de paz rompe, también desde el futuro, en el acantilado de nuestro corazón: “¡Nada me falta!”
La fe confiesa la obra de Dios que es Cristo Jesús, la gracia de Dios que es Cristo Jesús, el amor de Dios que es Cristo Jesús, la plenitud del don de Dios que es Cristo Jesús. Lo podemos decir con verdad: en Cristo Jesús, “¡nada me falta!”.
Y, al mismo tiempo, desde lo hondo, desde la noche, desde cada sufrimiento humano, desde cada patera o cayuco naufragados, desde cada injusticia, desde cada mentira, desde cada humillación, desde cada vejación, los ojos y el corazón, todo mi ser va diciendo: “Venga a nosotros tu reino”, venga desde su gloria el Hijo del hombre, “¡ven, Señor Jesús!”
“¡Nada me falta!”, y ¡todo lo espero! “¡Nada me falta!”, y ¡todo lo busco con fe!
“¡Nada me falta!”, y te busco, Señor, “como busca la cierva corrientes de agua”, “tengo sed de ti, como tierra sedienta, agostada, sin agua”.
“¡Nada me falta!”, “aunque es de noche”.
“¡Nada me falta!”, pero, desde la noche de los pobres, voy gritando: “¡Ven, Señor Jesús!”
Y tú me invitas, Señor, a “estar despierto –siempre despierto-, pidiendo fuerza para mantenerme en pie ante el Hijo del hombre”.
Tú me invitas a escuchar tu palabra, a guardarla en el corazón, a obedecerla con fidelidad de hijo.
Tú me invitas a buscarte en la Iglesia, a comulgar con tu cuerpo eclesial y con tu cuerpo eucarístico, a ser uno con la Iglesia y contigo.
Tú me invitas a amarte en los pobres, a cuidar de ti en los pobres, a iluminar tu noche en los pobres, a ser para los pobres la mano compasiva del Padre del cielo.
Y entendí que, si lo daba todo, sólo dándolo todo, podría decir con verdad: “¡nada me falta!”
El mundo –puede que también nosotros, los que aún nos decimos cristianos-, hemos desechado como engañosa la eterna paradoja de la fe: “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo… porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan”. Y no caemos en la cuenta de que, aunque todo lo posea, ¡todo me falta!
“¡Ven, Señor Jesús!”