Se trata de dejarnos configurar como discípulos y discípulas que necesitan escuchar de Dios una llamada a la debilidad, a entender otros signos y a cambiar el paso.
Si hay algo que ahora nos ha quedado claro es que definitivamente se ha roto un estilo previo. Para los escépticos del cambio de paradigma, seguro que la evidencia de cómo se ha transformado el tejido social y de relación tras la pandemia, les hace entrar en crisis. Habrá quien tozudamente se conjure para intentar que todo siga como estaba. Sin embargo, y esta es una de las conclusiones de un pueblo que se reconstruye tras la debacle de la muerte, nada va a continuar igual.
El voluntarismo siempre presente ha intentado que a la situación actual le respondiesen nuestras palabras. Sin embargo, estamos llamados a «un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras» (FT 6).
Las comunidades se han encontrado confinadas y, enseguida, organizadas. Una híper cuidada armonía para que cuando todo pase, todo pueda continuar como estaba. Así las parroquias y diócesis. Así algunos pastores empeñados en contar las grandezas de sostenerse en la fidelidad y la fe. Así todos, pensando que una vez que todo pase, volverá una normalidad justo en el punto donde la habíamos dejado (cf. FT 33).
Pero la vida es vida, y nunca es un punto y seguido. El tejido que sostiene la existencia hace de cada instante algo tan definido y definitivo que, en cualquier momento, nos anuncia sencillamente que ha llegado el fin de aquello que creíamos tener seguro o firme.
Cambio de paradigma
En la Iglesia en general y en la vida consagrada en particular, hay términos que provocan desasosiego. Liderazgo y cambio de paradigma son buenas expresiones de ello. Normalmente desestabilizan a quienes piensan que lo nuestro es «otra cosa», o que mejor, «cuanto más nos diferenciemos…». Y me atrevo a añadir, cuanto más nos separemos. Porque se piensa, con más devoción que análisis, que lo que estamos viviendo, ya pasó hace años o siglos la Iglesia y la vida consagrada por ello. Seguramente la intención es buena, las propuestas, por el contrario tienen un tinte que lejos de activar el crecimiento, lo duermen. Hoy estamos convencidos de que la suerte de la vida consagrada es la suerte de sus contemporáneos. Nos diferencia la esencialidad de una llamada a vivir en «estado de misión» que exige totalidad, permanencia y exclusividad, pero no significa que para los consagrados se den unos desarrollos y proyecciones en el tiempo absolutamente dispares al resto de los humanos. Es más, la esencialidad y originalidad de la consagración necesita, para su coherente interpretación y significación, poder formularse desde principios bien humanos y comunes.
Cambio de paradigma no es hacer cosas diferentes, que también; es, ante todo, una comprensión nueva de la esencialidad. De modo y manera que el contexto actual con su desgaste social ha arrastrado también el desgaste de las herramientas que ayer nos definían como consagrados. Sencillamente porque el mundo, para los consagrados, forma parte de su indisoluble identidad. Un contexto que no entiende los signos mediante los cuales un estilo de vida y una forma de seguimiento de Jesús pretende mostrar el todo amor; nos está diciendo también, que el Todo Amor, ha de poder expresarse, en este tiempo, de un modo diferente.
Hay pensadores y algunos teólogos y teólogas que no creen necesario abordar un cambio de paradigma y sus consecuencias en la vida consagrada. Estos y estas, junto con los divulgadores que sostienen sus visiones, no creen necesario el diálogo de la consagración con el tiempo, pretenden resucitar un recuerdo que por mistérico, sea indiscutible en un ambiente social y cultural, donde, paradójicamente, todo es discutible. La expresión más clara del cambio de paradigma es el cambio de época, también generalmente asumido. La dificultad estriba en la comprensión nítida de los dos conceptos: cambio y época1. El reduccionismo lleva a interpretar el cambio como leves cambios o aparentes modificaciones que, sin embargo, mantengan una pretendida esencialidad apoyada en costumbres y leyes que el tiempo –no la inspiración– han ido solidificando.
La Covid-19 puede simbolizar perfectamente el quicio del cambio de época en el que llevamos tiempo viviendo, estudiando y analizando, desde el punto de vista social y desde el marco, más estricto, de la vida consagrada. Hoy, bien fundamentado, el acontecimiento y la consiguiente crisis de la Covid-19 es comprendido por muchos como el final efectivo del siglo XX2. Un explícito cambio de paradigma sin atenuantes en el que de un plumazo y sin conocer todavía ni los orígenes ni las consecuencias, ha devuelto a la humanidad, en sus lugares más desarrollados, a una provisionalidad inaudita, inimaginable y desconcertante.
Nada va a ser como antes
La vida consagrada si de algo ha pecado en estas décadas es de querer hacer coincidir la necesidad con las «soluciones» que ella misma ha fabricado. Más que diálogo con la realidad hemos podido llegar a pensar que creábamos una realidad nueva. «Una mirada de fe sobre la realidad no puede dejar de reconocer lo que siembra el Espíritu Santo» (EG 68). La verdad nos sobreviene y el arte es descubrirla, no fabricarla. La vida y misión de la Iglesia no consiste en fabricar respuestas, sino en saber descubrirlas y tener el arte conveniente para subrayarlas porque, la realidad de la Iglesia, no se aleja –no se puede alejar– de la verdad de sus hijos e hijas que necesitan vivir en humanidad. Algo muy parecido se puede decir de la vida consagrada. El esfuerzo titánico para ofrecer respuestas nos ha alejado de la realidad tanto, que un drama como la Covid-19 ha puesto de manifiesto que hay «comunidades» prescindibles porque no viven sino miedo, obesidad informativa, individualismo y obsesión médica. Pudiera ocurrir que desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio» (EG 83). Se hace evidente que nada será como antes. Y no debe serlo porque la realidad ha cambiado drásticamente en sus formas y en su fondo. El sentido de identidad adquirido por la vida consagrada al dejarse inspirar por el Espíritu, conducirá no solo a una articulación nueva de sus estructuras, sino también al sustento en el cual apoya complicidad con Él3 para vivir en misión.
El tiempo de confinamiento ha reducido sensiblemente la capacidad y posibilidad de la humanidad. El ser humano, como ser relacional, ha descubierto que puede renunciar a todo lo que creía irrenunciable en la sociedad del bienestar, pero no puede prescindir del abrazo, la cooperación y la cercanía de sus semejantes. Desde este punto de vista, la nueva humanidad que renazca tras la pandemia ha de lograr «que toda la capacidad de innovación permanezca intacta cuando el virus remita»4. Lo grave para las generaciones post-Covid-19 es que únicamente se preocupen de vivir en clave de protección, seguridad y aislamiento. Porque estos tres ingredientes son opuestos a cualquier creatividad. Por eso, no solo es bueno que nada sea como antes, sino que vamos teniendo certeza de que la impronta de un nuevo estilo de vida más humano y creativo será la garantía de que no volvamos a sumergir la existencia en la mediocridad vital estilo pandemia.
Cada vez es más evidente que la situación que ha provocado esta reflexión es un desequilibrio y una agresión constante a la armonía de lo creado. Dejan de ser advertencias y palabras las consecuencias de ello. Han quedado en el camino infinidad de vidas humanas y un eje transversal de pobreza de difícil recuperación. La constatación y la responsabilidad ante estos hechos es la mayor garantía de que nada volverá a ser como ayer.
Separados, pero juntos
Aquello que Zigmunt Bauman subrayaba en los inicios del siglo XXI, cuando afirmaba que: «La ciudad ha pasado a relacionarse, sobre todo en el último siglo, más con el peligro que con la seguridad»5, lo hemos palpado vital y agresivamente. La socialización se convirtió, en cuestión de meses, en un sinónimo grave de peligro. Nos vimos empujados, como humanidad, a dejar de serlo. Apareciendo así una experiencia ambigua de vida con otros u otras ya que la fraternidad es ahora entendida desde su contradicción: «mejor cuanto más lejos».
La cuestión es que esta experiencia de meses no tiene un resultado aséptico. Habrá consecuencias que marcarán indudablemente el después de la humanidad. Su capacidad relacional y la sinergia ante un futuro común que, cada vez más cierto, es una presión sobre toda persona. Ha nacido un estilo nuevo de convivencia que podría sintetizarse como: «Una tensión entre la solidaridad y el sálvese quien pueda, entre la libertad y el control, que está llamada a marcar las futuras relaciones interpersonales y comunitarias. Porque, después de todo esto, de esta especie de ensayo del fin del mundo, ¿cómo volveremos a vivir juntos?»6. Si la pregunta la centramos en la vida consagrada y la esencialidad de su realización comunitaria, nos encontramos en una paradoja que, sin duda, afectara a la organización de la misma en los próximos años.
La vida comunitaria pretende inaugurar un estilo de vida familiar, más allá y diferente al que nace de los lazos de la familia humana (Mt 16,17) y esa esencialidad jamás puede desaparecer. La experiencia de este último año ha puesto de manifiesto que sin la base de una relación humana satisfactoria, la experiencia comunitaria desde el punto de vista espiritual puede ser inexistente o imposible para sustentar la adhesión personal a Jesucristo con un desarrollo antropológico coherente.
La vida consagrada no puede renunciar a la comunidad. El día que lo hiciese perdería su capacidad para significar. Sin embargo, debe preguntarse ¿qué ámbito comunitario y para qué?7 y máxime, cuando tras la pandemia, se ha evidenciado que algunos espacios comunitarios deben dejar de serlo porque, por debilidad o por deterioro, no pueden ofrecer animación de una vida evangélica.
Con la pandemia Covid-19, quizá hemos dejado que la luz se proyecte sobre una realidad que, cuando menos, es desconcertante. Si pensamos en nuestras «comunidades». Muchas sobrevivían antes de la pandemia y esta vino a agudizar la situación compleja de sus constantes vitales. Porque una cosa es hablar del horizonte hacia donde mira la consagración y otra, muy diferente, recrear en cada núcleo comunitario vida trinitaria. Las consecuencias en la vida de un hombre o mujer consagrada con una experiencia comunitaria no saludable son terribles y de difícil reconstrucción. «La vida misionera de san Pablo le marcaba el tipo de comunidad más adecuado para cada momento. No se atuvo a normas de pertenencia por trienios (…). Tampoco buscó convivencias difíciles para probar su paciencia y resistencia. Lo más importante, para él era el convivir con gente apasionada por la Misión del Espíritu»8. El valor de una relectura post-pandemia de nuestra vida en comunión, es reconocer que para nosotros, también hoy, la convivencia es valiosa, cuando se comparte con personas apasionadas y que pueden apasionarse por la misión. Concreta y definida. «Contrariamente a lo que se podría imaginar, nuestra salud no vendrá de la imposición de fronteras o de la separación, sino de una nueva comprensión de la comunidad con todos los seres vivos, de un nuevo equilibrio con otros seres vivos del planeta»9. Por eso, lo que viene y tendrá vida no es la restricción del pulmón comunitario o la separación de la realidad, sino una sabia vuelta al encuentro pleno y real con los procesos humanos de los que nos hemos visto alejados abruptamente.
Una praxis artificial
La pandemia nos ha hecho a todos mucho más conscientes de nuestra artificial seguridad. Que principalmente las sociedades desarrolladas –al menos de momento– sean las más afectadas por un mal que teníamos «reservado» a los pobres, es muy desconcertante. Constatar esta realidad nos ha llevado a decisiones en cadena. Entrar en barrena en convivencias asépticas de cero contacto es lo más contrario a la consagración y a su sentido de expresividad. Hacerlo, además, con la perspectiva de que no se sabe cuándo esto puede cambiar, conduce a buena parte de los consagrados a una inoperatividad pesimista. No nos engañemos, la post-pandemia, además de inaugurar nuevos estilos de vida y socialización, trae como consecuencia que un tanto por ciento elevado de los consagrados, por su edad, no dejarán jamás la condicionada vida de protección y distancia. Pudiera parecer que la cuestión es poco importante, sin embargo, tiene una magnitud difícil de evaluar hoy. Una gran mayoría de los hombres y mujeres consagrados pertenecen a una población de riesgo ante una enfermedad vírica que, todo indica, va a convivir los próximos años con las sociedades donde estamos. ¿Podrán seguir significando una vida apasionada y activa por el sostenimiento de las obras apostólicas como lo hacían hasta el mes de marzo de 2020? Evidentemente, la respuesta es que no. Hay que estar atentos porque se instalará la preocupación y la asepsia de manera generalizada y se planteará, de manera indiscriminada, una realidad comunitaria, ocupada en sí, y liberada de cualquier tensión y pasión ad extra.
¿Cuál será la solución a esta paradoja? ¿Cómo nos organizaremos en esta «nueva etapa de vida» para responder a una situación que ha sido (y es) dramática, especialmente, con las personas de edad avanzada? ¿Han de vivir en comunidades únicamente para ancianos o ancianas? ¿Romperá la vida consagrada así con su identidad intergeneracional para no aumentar las disonancias que aparecen entre personas de diferentes edades e intereses?
A mi modo de ver, la respuesta y la solución no está en las «franjas de edades». No puede ser el criterio, ni la vía de salida. No existen diversas vidas consagradas en escalas o fases. Existen consagrados apasionados por la misión y otros que, simplemente, sobreviven. La cuestión o el problema no es de edad, sino de organización. Cuando titulé este epígrafe como «praxis artificiales» estoy denunciando que, a partir de ahora, no sirve ni se sostiene con cierta proyección en el tiempo, una distribución y organización como la que teníamos antes de declararse la pandemia.
La vida consagrada puede generar propuestas de esperanza. No puede derrochar el siguiente lustro en intentar dar viabilidad a lo que no es viable. Una vez más, necesitamos echar mano de la espiritualidad intensa, la ingeniería social, del sentido común, de la escucha interpersonal para preguntarnos y escuchar por dónde y de qué manera necesita el Espíritu la comunión para que signifique. Es el momento de un liderazgo creativo y comprometido con la novedad que parta, para descubrirla, del proceso vivido por cada consagrado en este episodio absolutamente inédito de la pandemia.
La Covid-19 no solo ha mostrado que mantenemos ritmos sin valor o expresividad alguna o que hay ritos agotados, sino que la salida de un círculo vicioso de desgaste exige la ruptura personalizada y compartida con la «autorreferencialidad» que no es otra cosa que autocomplacencia y falsa emergencia10 sostenidas en la inercia por no encontrar la luz para salir de donde nos hemos metido11.
La salida post-pandemia, no es hacer cosas, ni mostrar artificialmente –a fuerza de «zoom»– que seguimos vivos o intactos en nuestros propósitos y ofertas. La verdadera salida se genera en un cambio en la convicción que pasa por un tiempo de admiración, contemplación y comprensión del nuevo presente12. Pero esa salida se ve desencadenada por la urgencia, por la experiencia de necesitar un planteamiento diferente, por la pasión y la acción frente a la pasividad. La vida consagrada de nuestro tiempo Covid, tiene que romper con la praxis inveterada de querer explicarlo todo: con la decadente tentación de hacer discursos sobre un todo, para que ningún detalle pequeño cambie; con el «vedetismo» de necesitar ser reconocida por sus acciones en el presente; con la desconfiguración identitaria al haber perdido el protagonismo del Espíritu que se refleja únicamente en la comunidad y nunca en la autoconcepción de quien se tiene –o nos tenemos– como propietarios de ideas de cambio. Por eso la salida a la vida no es para hacer cosas, sino para dejar que la vida transforme aquello en lo que ha reducido su previsión y proyección la vida consagrada.
La admiración que transforma es aquella que sabe ver en el entorno los signos de consagración y los integra. Son signos de totalidad en los cuales no hay capacidad para que se cuele ninguna compensación humana. Aparece visible y prístino el amor evangélico y son, por definición, gestos y estilos llamados a dar impulso y giro a la nueva vida consagrada. Me estoy refiriendo, evidentemente, a la infinidad de estilos de ayuda practicados en estos meses por parte de personas anónimas, gestos de amor intergeneracional solo por reconocer en el otro u otra un hermano de humanidad, compartir bienes hasta donde se tiene y donde es posible, mucho más allá de la generosidad pactada o medida para que no se desajuste un presupuesto. Domicilios abiertos y compartidos con aquellos y aquellas que unida a la pandemia han visto como les sobrevenía un desahucio… Caricias, consuelos y compañía a seres anónimos abocados hacia la muerte y la soledad. Ha habido infinidad de gestos evangélicos que ahora, pasada la «tormenta» no podemos permitir que caigan en el olvido, como si nuestras comunidades, efectivamente, no tuvieran nada que aprender de este momento histórico.
Es la larga preparación para la Pascua. La pedagogía del instante que, sin embargo, puede propiciar que, para este tiempo, la vida consagrada se anime a dar lo mejor de sí, su identidad de ser todo amor sin condiciones ni prejuicios, atreviéndose a dejar que la novedad entre no solo en las formas.
1 Sobre este particular recomiendo la lectura de las colaboraciones mensuales de Rino Cozza en Vida Religiosa en el año 2020. Él, sagazmente, ha titulado su columna con una sentencia para abrir los ojos ante el cambio de época: «Quien no cambia, cuando todo cambia, se queda mudo».