Tengo un gran amigo a quien, cuando le preguntas con el formal “¿qué tal estás?”, te responde -invariablemente-: “Muy bien, gracias a Dios”. Es posible que su procedencia de un país latino, laico desde casi siempre pero profundamente “religioso” en el más amplio sentido del concepto, explique esa expresión, seguramente más habitual e inconsciente que reflexionada y “teológica”. Lo cierto es que es agradable escuchar muletillas de este porte, que tienen un arraigado y lejano enraizamiento cultural desde siglos atrás. En España se han perdido estas fórmulas: “si Dios quiere”, “como Dios quiera”, “gracias a Dios”… o el más añejo: “con Dios…”. Y es una lástima. Todo ello forma parte de una inevitable inculturación del lenguaje actual en coordenadas y paradigmas secularizados, secularistas o laicas, si quieremos. La “cultura” en su acepción más profunda y amplia, arrastra también hacia un lenguaje que hoy llamaríamos “postmoderno”, o “tardomoderno”.
Podemos pensar que esta reflexión no tiene excesiva importancia en nuestra realidad española y universal actual… ¡con lo que está cayendo y está por caer!, pero siempre me ha preocupado lo que inevitablemente está “detrás” de estas expresiones coloquiales e inconscientes, aparentemente anodinas. Forman parte de una visión excesivamente heterónoma, si queremos, teónoma, de la realidad; y esconden una interpretación superada por el Vaticano II y la teología actual, al menos alguna teología actual. Quiero decir: es manifestación de una concepción del mundo y de la realidad en la que un cierto rostro de un Dios omnipresente lo invade y lo apabulla todo. En este universo simbólico, en este ideario religioso y humano, la autonomía de las personas corre peligro de evaporarse; la libertad, y por ende la responsabilidad, pasan a planos muy lejanos y desdibujados; la capacidad creativa y actuante de la humanidad depende en buen grado, de una presunta e insacudible “voluntas Dei”. Todo ocurre “si Dios quiere“…. ¿y si no quiere? ¿y cómo sabemos “lo que quiere”?
Torres Queiruga lo explica muy bien en varias de sus obras. Así dice, por ejemplo: “Cuando en el Vaticano II la Iglesia católica trató de recuperar el paso de la historia, poniendo al día la comprensión de la fe, reconoció de modo expreso la legitimidad de la autonomía de lo creado. El Concilio sabe, claro está, que la autonomía puede ser falseada, llevándola al extremo de desconectarla de toda referencia al Creador (GS, 36). Pero no por eso se va al extremo contrario, sino que afirma claramente el camino de la justa mediación”. Estamos ante un tema teológico de mayor actualidad de lo que posiblemente pensemos. Se trata de aceptar la “presencia” indiscutible pero “respetuosa” (y no directiva) del Dios que crea ex amore, pero a la vez, respetar y dejar sitio al ser humano con su “legítima exigencia de autonomía” (GS,36).
Dicho a lo bruto: no estamos bien “porque Dios lo quiera expresamente”, aunque Dios siempre quiera que estemos bien. Y a la inversa: “no tenemos neumonía porque Dios lo quiera… ¡ni lo deje de querer!” Hay que “dar a Dios” lo que es de Dios y al ser humano lo que le es propio. Ni heteronomía (todo depende de Dios) absoluta, ni autonomía radical (todo depende del hombre), más bien una “sana teonomía”, un estar en sus manos respetuosas dejándonos acariciar por Él, pero sabedores de que somos libres incluso para pecar y rechazar su unción. Y que siguen existiendo, nos gusten o no, las conocidas y antiguas “causas segundas”. Repito: es un tema/problema complejo en la vida cristiana y en la evangelización de los increyentes, que merece ser afrontado con rigor y prontitud. ¿Lo estamos haciendo, o dejamos a nuestra gente sencilla con una lamentable “fe del cabornero?
Cuando mi amigo se pilló un terrible dolor de muelas y le pregunté: “¿qué tal estás?”… él, siempre religioso y buen creyente, me respondió para no preocuparme: ”muy bien…” Luego no dijo más.