En el Evangelio de este domingo del publicano y el fariseo nos solemos poner en la piel de uno de los dos personajes, con un poco de suerte en la piel del fariseo que se ensalza a sí mismo en oposición a los demás: ladrones, injustos, adúlteros.
Pero el centro de la parábola, como casi siempre, es Dios, aquel que justifica.
Fariseo y publicano (pecador público y, por tanto, perfectamente identificable por todos) va al templo a orar. El primero erguido y seguro de sí mismo porque es bueno, porque cumple con la ley de Dios, porque se esfuerza y porque todo el mundo lo ve y lo sabe:¡¡¡Qué bueno y qué cumplidor es!!!
El publicano, encogido sobre sí mismo, sin atreverse a volverse hacia Dios, con los ojos bajos se queda atrás, sin atreverse a entrar de verdad en la casa del Padre, tímido e inseguro.
El primero hace su gran monólogo, para sí mismo. Nadie lo escucha, ni siquiera Dios.
El segundo ahoga su angustia, su impotencia, su miseria, en un gesto (se golpea el pecho) y en un gemido: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.» Nada más. Pero sí llega a los oídos de Dios y es Él quien le da el abrazo de bienvenida al hogar, una vez más.
El fariseo no puede salir justificado, salvado, porque no necesita salvación. Porque él mismo se cree que la gana a golpe de ayuno, de diezmo (solidaridad) y de oración. Porque su ser bueno lo lleva a estar por encima de los demás y a condenarlos. Porque se erige en juez y parte, porque come del árbol prohibido de la ciencia del bien y del mal y se convierte en Dios mismo, como en el Génesis. No necesita de Dios porque él se cree dios y se da las gracias a sí mismo, a su esfuerzo, a su bondad.
No es cuestión de elegir entre uno o el otro, entre el publicano o el fariseo, es cuestión de optar por el Padre y saber que es Él quien hace, quien regala, quien salva. Los monólogos autosuficientes no valen para Dios. Quizá un pequeño diálogo, de pocas palabras, baste.