El siguiente texto de Cirilo, comentario al evangelio de san Juan, nos introduce en la “Missio Spiritus” – esa misión que todavía perdura y perdurará hasta el fin de los tiempos en la tierra. Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra; pero convenía que nosotros llegáramos a ser coherederos con Cristo y partícipes de su naturaleza divina; esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y de santidad.
Esto sólo podía llevarse a efecto con la cooperación del Espíritu Santo.
Ahora bien, el tiempo más oportuno para la misión del Espíritu y su irrupción en nosotros fue aquel que siguió a la marcha de nuestro Salvador Jesucristo.
Pues mientras Cristo vivía corporalmente entre sus fieles, se les mostraba como el dispensador de todos sus bienes;
pero cuando llegó la hora de regresar al Padre celestial, confirmó asistiendo a sus adoradores mediante su Espíritu, y habitando por la fe en nuestros corazones.
De este modo, poseyéndole en nosotros,
podríamos llamarle con confianza: «Abba, Padre»,
y cultivar con ahínco todas las virtudes,
y juntamente hacer frente con valentía invencible a las asechanzas del diablo y los insultos de los hombres,
como quienes cuentan con la fuerza poderosa del Espíritu.
Este mismo Espíritu transforma y traslada a una nueva condición de vida a los fieles en que habita y tiene su morada. Esto puede ponerse fácilmente de manifiesto con testimonios tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.
Así el piadoso Samuel a Saúl: Te invadirá el Espíritu de Yahveh, y te convertirás en otro hombre.
Y San Pablo: Nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor, y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; así es como actúa el Señor, que es Espíritu.
No es difícil percibir cómo transforma el Espíritu la imagen de aquellos en los que habita:
del amor a las cosas terrenas el Espíritu nos conduce a la esperanza de las cosas del cielo;
y de la cobardía y la timidez, a la valentía y generosa intrepidez de espíritu.
Sin duda es así como encontramos a los discípulos, animados y fortalecidos por el Espíritu, de tal modo que no se dejaron vencer en absoluto por los ataques de los perseguidores, sino que se adhirieron con todas sus fuerzas al amor de Cristo.
Se trata exactamente de lo que había dicho el Salvador: Os conviene que yo me vaya al cielo. En ese tiempo, en efecto, descendería el Espíritu Santo.