Cuentan que él había sufrido mucho la pérdida del Maestro. El modo en que ocurrió le sumió en la perplejidad y en la increencia: ¡Si era Dios cómo lo pudo permitir! ¡Quién se dice seguidor de un Mesías condenado y ajusticiado! El dolor, la vergüenza y la tristeza se convirtieron en los compañeros de Tomás y se fue alejando, paulatinamente, de los discípulos.
Quien se aísla para protegerse del dolor provoca la desafección de los demás -que también han sufrido lo suyo-. Tomás no fue consciente más que de su dolor, ni tan siquiera de el de Jesús, y eso dejó su corazón en la intemperie.
El evangelio nos cuenta que en la primera aparición en el cenáculo Tomás no estaba. El resto había dejado de echarle de menos en las reuniones y no resultó nada extraño el no verle. Tampoco lo sucedido después; al contarle lo sucedido, de cómo había estado Jesús y lo que había dicho y hecho, provocó una reacción desproporcionada de celos y tristeza. Y una protesta: lamerse las heridas de pies, manos y costado.
A los ocho días Jesús volvió decidido a levantar a Tomás de su propia cruz, curarle sus propias llagas y dar vida a esa pasión sin sentido. El Maestro lo conocía y bastó una mirada íntima y un tiempo con él para que cerraran sus heridas con las del Resucitado.
Esta fue la Misericordia que tuvo Cristo con Tomás y lo que provocó una conversión, para que de su boca naciera la frase más profunda de asentimiento a la Resurrección: “Señor mío y Dios mío”.