Pienso en aquella frase que escribió G. E. Lessing: «el mayor milagro es que los verdaderos milagros se nos presentan como acontecimientos cotidianos banales». De hecho, necesitaríamos una «escuela de la mirada» que nos ayudara a comprender la naturaleza de lo que ocurre y se nos escapa. Tendríamos que aprender a captar el sentido de lo que efectivamente ocurre ante nuestros ojos, tanto en lo que está alejado de nosotros como en lo que está más cerca, e incluso en lo que está dentro de nosotros. Por un extraño automatismo, nunca suficientemente criticado, percibimos más fácilmente el mal que el bien. El mal salta a la vista y, por así decirlo, nos obsesiona. Le reservamos la condición de algo extraordinario: una pieza que se suelta y destaca, un elemento inesperado que se manifiesta, una contradicción que surge, un problema en el que nos concentramos inmediatamente. No nos damos cuenta de inmediato, pero al centrarnos en la parcela de negatividad se crea una distorsión de nuestra visión, ya que perdemos la capacidad de considerar la vida en totalidad. Y esto ocurre en gran medida porque seguimos considerando la bondad como una banalidad; un presupuesto que se nos debe absolutamente y por el que, por tanto, ni siquiera nos sentimos obligados a estar agradecidos; un mero resultado fisiológico de la existencia al que no reconocemos ninguna intencionalidad. No es de extrañar que los grandes milagros pasen desapercibidos como sucesos triviales porque los vemos con ojos somnolientos.
Sin embargo, bastaría con poner en práctica un ejercicio de observación en sentido contrario. Deberíamos empezar el día enumerando con gratitud el interminable elenco de bienes de los que somos actores y testigos. Empezando por el prodigioso espectáculo de la vida misma, la nuestra y la de otras criaturas. Bastaría con abrir la ventana al amanecer y tomarse unos instantes para ver cómo este mundo, incluso en su degradación y aflicciones, nos rodea siempre con elementos suntuosos, de innumerables detalles luminosos que nos recuerdan cómo la gracia pesa infinitamente más en la balanza. E incluso cuando sentimos el agravio de lo que se nos quita, siempre es más sorprendente lo que se nos ofrece.
En el origen de la vida está, pues, la bendición y este admirable exceso de la misma al que debemos unir nuestro corazón. Por tanto, la mayoría de las veces no se trata de inventar, sino de reconocer. No se trata tanto de forzar la irrupción de lo inaudito como de reaprender a ver lo ordinario. No es el descubrimiento aparente, sino el abrazo humilde de la vida que nos ha tocado y sus circunstancias.