Sigue Jesús con su discurso del pan de vida en Juan. Y hoy, como en los domingos precedentes, abre un nuevo camino de solidaridad comunional. Antes del sacrificio, del momento de la Cruz, Juan abre esta brecha de comunión y de vida poniendo en labios del Nazareno las palabras eucarísticas.
En un Evangelio que prescinde del relato de la última cena como anticipación sacrificial (sustituido por la eucaristía-servicio del lavatorio, esencia de lo que significa), el ofrecer su cuerpo y su sangre para la vida del mundo (de todos) escenifica esa fuerza de lo común, de la vida compartida con intensidad aquí y ahora.
No es solo pan que alimenta en lo cotidiano, aunque sea tan excelso como el maná de la peregrinación salvífica (vuestros padres lo comieron y murieron), sino que es un pan y un vino con el germen de la vida sin límites, sin caducidades. Es la encarnación extremada en donación de locura. Toda su corporalidad (por ende su humanidad y divinidad) se hace posibilidad concreta en ese alimento que es más que mantener la vida, más que lo primario necesario para la existencia del ahora. En este ahora se abren de par en par las puertas de lo que viene y ya está siendo, en un pequeño gran gesto de una comida compartida en la que el Salvador esperado desde todos los tiempos se hace regalo generoso y excesivo. Carne y sangre que transforma nuestra carne y nuestra sangre en vida.