El Espíritu que se nos regala es la no-posesión de Dios. La capacidad de la carne para ser de otra manera de una vez para siempre, en germen pero de manera real.
Es la desposesión de las certezas para ser aprendices y discípulos que viven buscando. Haciendo que la dogmática de pose sea sustituida por el tanteo y ensayo-error, que produce miedo e inseguridad, pero también es libertad y viajes a lo desconocido.
Es el que nos lleva más allá de la institución para abrir las puertas a los que no tendrían cabida en el club de los puros y cumplidores.
En este tiempo de pandemia seguro que el Espíritu nos ha rozado con su sombra cuando nos hemos dado cuenta de que vivir a velocidades de vértigo era un disfraz ante los demás y ante nosotros mismos. Y que la lentitud no es ineficacia sino densidad de vida.
Cuando descubrimos que lo que hacíamos, nuestros planes y proyecciones, no eran imprescindibles para nadie (menos para Dios).
Cuando se nos ha pasado por la cabeza y el corazón que quizás otra manera de vivir era posible para nosotros y para los demás. Y sentimos el vértigo de poder cambiar, siendo felices con cosas pequeñas y de muy poca transcendencia.
Cuando percibimos el valor del silencio y de la soledad acompañada en lo esencial, sin aspavientos y sin creernos salvadores de nadie, ni siquiera de nosotros mismos.
Cuando el menos se ha transformado en el más que iba llenando las horas del hoy (tan densas) y dejando un poso de tranquilidad en la agitación de un mañana inseguro.
Cuando nos descubrimos como seres necesitados tododependientes y no todopoderosos e intuimos que Dios es alguien similar.
En todo ello, casi seguro, está el Espíritu. Pero no es mágico, de nosotros depende ir poniendo en práctica lo intuido, lo saboreado. De nosotros con la ayuda del Espíritu, que sigue susurrándonos en lo hondo que menos es más.
Todo tan divinamente humano.