Cuanto bien haría a la vida religiosa un diálogo sincero y fraterno con el Dios de la Vida, con el Resucitado. Necesitamos narrarnos y contar en clave de Pascua, no ya las grandes hazañas ni las remotas victorias, sino los sueños de humildad, redescubrir en la minoridad nuestra estrategia identitaria y misionera. Y esto, solo lo podemos hacer caminando con Jesús aún sin reconocerle, hablándole desde una autenticidad herida de amor y presa de esperanza.
Josean Villalabeitia nos ofrece una reflexión, necesaria y motivadora, sobre el camino de Emaús recorrido por los consagrados que conversan con Jesús.
El de Emaús (Lc 24, 13-35) es, sin duda, uno de los relatos más sugestivos que nos ofrece el Evangelio para este periodo de Pascua que estamos viviendo. Al mismo tiempo, podría ser también uno de los más pertinentes para analizar, a la luz de la fe, ciertos aspectos de la actual situación de los religiosos y religiosas que nos suelen preocupar de manera particular.
Porque la experiencia de aquellos dos discípulos desencantados, que volvían a casa tristes y alicaídos por lo que había acontecido con su maestro en Jerusalén pocos días antes –la pasión y muerte de Jesús–, sin darse cuenta de quién era aquel viajero misterioso que se les había pegado por el camino, que parecía tener una visión muy diferente de aquellos hechos que tanto deprimían a los seguidores –¿o ya ex seguidores?– del Nazareno, se asemeja por momentos a lo que nos está sucediendo hoy en día a religiosos y religiosas. Emaús es, por ello, una muy evangélica llamada de atención sobre cuáles habrían de ser las actitudes más apropiadas para afrontar nuestra situación actual desde las vertientes de la fe y el Evangelio.
Porque, como aquellos dos discípulos de Emaús, puede que también los religiosos y religiosas marchemos hoy por el camino desencantados y tristes. Y si aquel misterioso compañero de viaje nos preguntase de qué vamos hablando, le podríamos explicar al detalle cómo nuestro número decrece sin remedio, que nuestra edad media aumenta con rapidez, que la sociedad parece prescindir de nosotros, arreglarse sola, considerar de hecho los planteamientos religiosos como un residuo del pasado, interesante tal vez para arqueólogos y nostálgicos, y poco más, cuando no un cáncer maligno a extirpar sin compasión.
Le contaríamos cómo esta situación está minando las vidas de muchos religiosos, sumergiéndolos en el pesimismo y en la sensación de haber perdido su vida, en el convencimiento de que quizás todos los esfuerzos realizados a lo largo de tantos años no han sido más que una fatiga inútil que no impide que tengamos que abandonar nuestras obras. O dejarlas en manos de unos seglares que –estamos convencidos– no van a ser capaces, ni mucho menos, de comunicarles ni el espíritu interior, ni la organización o la disciplina que mostraban cuando quienes las animábamos y trabajábamos en ellas éramos casi todos consagrados. Le comentaríamos que nos movemos entre la depresión y el desánimo, entre la tristeza y el abatimiento, entre la impotencia y el desengaño
Y, después de escucharnos con atención, nuestro amigo misterioso volvería a repetir aquellas duras palabras del Evangelio de Lucas, palabra de Dios para nosotros, no lo olvidemos: “Qué torpes sois y qué lentos1 para creer lo que anunciaron los profetas” (Lc 24, 25). Y se pondría a enseñarnos de nuevo unas cuantas verdades que tendríamos que conocer de memoria desde que nos propusimos vivir el Evangelio de manera radical, y que, sin embargo, tendemos a olvidar, o a dejar de lado por completo.
Nos diría, por ejemplo, que tal vez cuando más fuertes parecíamos ser era, precisamente, cuando menos confiábamos en Dios. Que el éxito, la grandiosidad y la fama habían trastocado nuestros criterios de evaluación, haciéndonos olvidar por completo que de ninguna manera éramos nosotros los propietarios de la viña, sino que trabajábamos para Dios y que solo gracias a Él nuestros esfuerzos tenían éxito. Que nos habíamos convencido de que con nuestras técnicas y nuestro buen hacer bastaba y sobraba para sacar adelante cualquier empeño, incluso asuntos tan íntimos y personales como una conversión o una decisión vocacional. Que habíamos olvidado del todo aquellas preciosas palabras del Evangelio que nos recuerdan que “separados de Mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5), u otros contenidos claves de nuestra espiritualidad cristiana, como la fe o la confianza en la Providencia.
Nos recordaría que en nombre del prestigio y la buena reputación de nuestras obras apostólicas puede que nos olvidáramos más de una vez de cuáles eran nuestras señas de identidad más profundas y características; o que con más frecuencia de lo aceptable cometiésemos sin rebozo distintas injusticias flagrantes, sociales o personales. Que puede que nos hubiéramos convertido en orgullosos burócratas competentes, reconocidos por las más altas instancias de las sociedades donde nuestras instituciones estaban implantadas, olvidándonos de nuestro título más preciado y evangélico: ser hermanos y hermanas entre nosotros y para cuantos se acercan a nuestras casas. Que nos enorgullecíamos de tener amigos, antiguos alumnos, conocidos, protectores… que son personajes de éxito en nuestra sociedad olvidada de Dios y deshumanizada, mientras que, tal vez, rehuíamos enfrentarnos y dar respuestas eficaces a la multitud de miserias que campan a sus anchas no lejos de nuestras obras y comunidades. Que, más que hombres y mujeres testigos del Reino en el corazón de las masas, nos habíamos convertido en feroces profesionales, dispuestos a todo con tal de ganar la carrera de la competencia, a veces a otros hombres y mujeres de Dios tan olvidados como nosotros de lo que debían ser…
Nuestro misterioso compañero de camino seguramente nos sorprendería con una interpretación de lo que nos está sucediendo muy diferente de la que nosotros mismos nos damos, muchas veces solo en nuestro fuero interno, porque no nos atrevemos a ser tan pesimistas y caústicos en público. Volvería a llamarnos a la cara hombres de poca fe. Nos diría que ahora que somos pocos y mayores, ahora es precisamente el momento propicio para abandonarnos en las manos de Dios y convertirnos en instrumentos gratuitos de su gracia transformadora y plenificante. Nos diría que solo hay resurrección donde previamente se ha producido una muerte, que a la tierra prometida solo se llega después de atravesar el mar Rojo y vagar durante largos años por un desierto árido y agotador a más no poder. Sostendría que un éxito social permanente no pocas veces resulta incompatible con la fidelidad al Evangelio.
Nos convencería de que nuestro fracaso es tan solo aparente, que solo es tal porque lo analizamos de tejas para abajo, con nuestras miradas contaminadas de consumo y apariencia. Pero que, vistas a la luz de la fe, tal vez las cosas adquirieran un color muy distinto. Nos llamaría a recorrer de nuevo nuestro itinerario vocacional y a recordar con cariño todos esos momentos en que se nos ha hecho incontestable, cabalmente perceptible, que la mano de Dios estaba interviniendo en nuestra vida. Y nos animaría a robustecer de nuevo nuestra fe vacilante, nuestra esperanza mortecina y nuestro titubeante amor fraterno y servicial.
Y poco a poco sentiríamos cómo nuestros corazones, hasta ese momento fríos e insensibles ante todas esas cuestiones, se iban entonando, restableciendo, hasta alcanzar un entusiasmo que solo el fuego y la luz del Espíritu, con la energía de sus dones, pueden contagiar. Y sentiríamos que nos llenábamos de aquella pasión vocacional que parecía estar ya definitivamente agotada en nuestras vidas. Y prorrumpiríamos en un gozoso canto de alabanza y acción de gracias al Dios que nos llamó y ha continuado llenándonos generosamente de bendiciones, que nunca se ha separado de nuestro lado. Y por fin, en la eucaristía, reconoceríamos plenamente la identidad de nuestro acompañante misterioso, y sorprendidos, emocionados, felices, renovaríamos nuestra alianza de amor con Él, y nuestra disposición a ponernos en sus manos para continuar siendo lo que Él pida de nosotros.
Emaús habla de palabra durante el camino y de eucaristía final. Sin una y otra resultaría absurdo pretender sacudirnos de encima esta depresión que nos abruma. Sin una y otra no podemos esperar que la fe, la confianza en la Providencia, la presencia de Dios alcance cotas significativas en nuestras vidas, de modo que comiencen a ser lo que deben ser, lo que Dios espera de su poderoso influjo en nosotros. Sin palabra de Dios, meditada asiduamente y en profundidad, sin eucaristía, celebrada en comunidad como gesto eficaz de nueva alianza y alimento para la fe y el camino misionero, nunca llegaremos a nuestra aldea de Emaús. Iremos, más bien, por las cunetas de la desesperanza y el desengaño hasta que la historia de los hombres nos engulla sin remedio.
Solo tenemos porvenir –un porvenir muy luminoso, por cierto– en la tantas veces sorprendente historia de la salvación de Dios.
1 Otras traducciones son, incluso, más punzantes: necios, insensatos, duros de mollera, tardos de corazón…