Siempre nos queda la palabra. La que damos. La que nos llega. La palabra que da vida. La que se hizo Carne. Siempre tu palabra y siempre mi palabra.
Cuando observamos la realidad que se resiste a reconocer que hay cosas que no merecen la pena, nos queda la palabra. Cuando las relaciones están infectadas de medias verdades, resabios o rencores, también nos queda la palabra.
Y es que la palabra es un don grande. Y en estos días que circula para allá y para acá con forma de felicidad, es bueno que nos demos cuenta de su valía. Para usarla bien, usarla poco y usarla de verdad. A veces he llegado a pensar que a la palabra le hace más daño el exceso que la mentira; la exageración que el silencio. Porque también el silencio es palabra. ¿Qué palabra está empleando Dios con todos nosotros? ¿No es un silencio comprensivo, contemplativo y atento? Es un silencio que es palabra. Y como bien apunta Tolentino, ˝La Palabra que Dios habla es el silencio˝.
Estos días, cuando todos necesitamos decir cosas, me pregunto qué valor damos a las palabras. Cuando pensamos en las personas importantes de nuestra vida, ¿qué palabras recordamos? Las personas también son palabra, son su palabra… Y no pocas veces nos la regalan intentando darnos su todo, aunque no lleguemos a captar o valorar su verdad. Sí, hay palabras que sobran, pero hay muchas palabras valiosas que se pierden, porque también en nuestra era carecemos de paciencia para escuchar las palabras que salen del corazón y al corazón lleguen.
Hay, indudablemente, palabras que, por excesivas, han dejado de significar. Hay, por eso, felicitaciones vacías, tópicos reiterados, dejes e infinidad de expresiones que nada dicen ni valen. “Hablamos”, “nos vemos” o “aquí me tienes” son buen ejemplo de ello. No llenan el espacio de vida sino de vacío. Son prolongación del silencio, cuando el silencio significa que algo o alguien no interesa. Son palabras sin palabra.
Hay palabras que por reiteradas han perdido vida y verdad. “Todos iguales”, “horizontalidad”, “opción por los vulnerables”… Colocadas caprichosamente detrás de cualquier afirmación, se han metido “en la caja de los adornos que sobran…”
Hay palabras sacramentales. Pronunciadas y dichas con sentido cambian la vida y cambian vidas. “Te quiero”, “gracias”, “perdón”, “voy”… y esas son las palabras que engendran vida y son las palabras que hacen de los silencios melodía de esperanza.
Probablemente, todos necesitemos espacios nuevos donde las palabras signifiquen. Espacios no manchados donde las palabras se esperen y, bien administradas y regaladas, se conviertan en pentagramas de vida. Eso sí, no esperemos a que todos y todas estemos en esta onda de valorar y creer en las palabras. Hay que ir, poco a poco, empezar por el propio corazón. Contagiando a los próximos y celebrar siempre cuando recibas una palabra de vida. Puedes hacerlo íntimamente en estas noches de invierno, puedes susurrarte al oído: “Me basta con que tú y yo estemos en esto”. Verás como te llegan palabras que te recuerdan que estás vivo… o viva.