En las relaciones interpersonales quizá la dificultad extrema de nuestro tiempo consista en que un buen número de personas son incapaces de ver más allá de aquello que sienten. El mundo de los sentimientos guía, dirige, coordina y manda. Cuando esto se inserta en las estructuras y organizaciones, bajo una aparente diversidad, lo que ocurre es que se hace imposible la comunión. Es uno de los retos del liderazgo que frecuentemente deriva en fracaso, porque no hay asignatura más compleja que aquella que abarca y une la razón, la fe y el corazón.
Solo quien ha aprendido a dialogar consigo mismo y ha experimentado un ejercicio de sanación hasta perdonarse, adquiere una conciencia clara de sí. Solo quien es capaz de agradecer el bien que le rodea en los demás, sus triunfos y cualidades, está capacitado para una auténtica relación horizontal, diáfana y sin fantasmas que enturbien la aceptación del otro. Llegados a este punto, casi nos ocurre como aquel grupo de discípulos (y discípulas), no nos queda otra que exclamar: “si esto es así, ¿quién se puede salvar?”.
Llegar a una auténtica comprensión de uno mismo es un ejercicio de maduración que posiblemente nos lleve unos cuantos años, los que Dios nos conceda de vida. La clave está en saber vivir en proceso. No romper jamás el diálogo de autorreconocimiento de uno mismo, preguntarnos por las razones –poco razonables– de nuestros asertos y posturas. Disminuir juicios hasta extinguirlos, leer pensamientos diferentes, valorar otras visiones, escuchar otros paradigmas, pensar… y orar, orar mucho.
Este es el camino que nos saca de no pocas obsesiones y centra la vida en una emoción que aglutina, reúne y ordena… Considero además que este es un trabajo pendiente y necesario en la comunidad cristiana, en los principios de sinodalidad, en la construcción de una comunidad y en el liderazgo de una congregación. Percibo, en conjunto, más obsesión que emoción compartida. Obsesión por tener la razón, triunfar, vencer, “salirme con la mía” o demostrar que “mando”. Obsesión por sacar adelante las cosas según aquellos principios que a mí me llevan justificando décadas. Obsesión porque los demás lleguen a sentir y pensar como yo; obsesión por creerme en posesión de la verdad; obsesión por contar solo con quienes no discutan ni cuestionen mis principios… Obsesión porque mis formas parezcan, ciertamente, de este tiempo, aunque escondan un clericalismo enfermizo que no me permite valorar nada más que lo que vivo, creo y siento. Obsesión, incluso, para que mi capricho suene a discernimiento.
Lo más complejo de las patologías es verlas venir. Una vez que se instalan no te queda más que disimularlas, sortearlas o paliarlas. Considero que con el liderazgo nos está ocurriendo algo de esto. Hay más disimulo y tratamiento paliativo que innovación. Hay mucho estilo directivo con palabras muy sinodales; mucha comprensión aparente que destila soberbia; mucho monólogo disfrazado de claridad y diálogo. Paradójicamente, es una obsesión porque son posturas que ofrecen rostro de seguridad; sin embargo, no provocan la participación ni el encuentro, fortalecen el aislamiento, la protección y el temor. Por supuesto, son estilos de liderazgo que no emocionan porque nunca comparten qué sienten. Es más, intentan que los sentimientos nunca aparezcan porque no los suelen tener integrados y, en consecuencia, no están preparados o preparadas para acogerlos.
Estimo que para salir de esta patología obsesiva de intentar “salvar los muebles” de una estructura vitalmente gastada, necesitamos líderes, ellos y ellas, que vuelvan a emocionarse con la escucha de la Palabra y la atención a las palabras de sus hermanos y hermanas. La vida consagrada es vida y no puede detenerse, pero de algún modo se ha de parar, contener y reducir esta deriva de convocatorias sin vida y sin horizonte, para entender desde la fe, la razón y el corazón qué quiere y en dónde nos quiere el Espíritu. Eso es liderar.