Hoy nos sale al encuentro un personaje con nombre propio, algo que no suele ser muy corriente en los relatos de milagros o exorcismos (la sirofenicia, la hemorroisa, el endemoniado de Gerasa…). Pero este si lo tiene y se llama Bartimeo.
Podríamos ir desgranando este evangelio (el apelativo de Hijo de David con el que se dirige a Jesús, la gente que mandaba que se callase, el manto que arroja…) pero solo me quiero quedar con la pregunta que Jesús le hace: «Qué quieres que haga por ti?»
Parece como si Jesús renunciase a lo evidente de un hombre en el borde del camino que se guía por el oído y a quien nadie puede hacer callar. El hijo de Timeo se debió quedar pensando en su oscuridad de años o de toda la vida (eso no nos lo dicen), qué pregunta era esa. Por qué ese Hijo de David no entiende sus gritos de misericordia. Y en décimas de segundo pasarían por su cabeza necesidades propias y ajenas, gritos de dolor internos o de otros, carencias de soledad o de desesperanza…
Y él las resume todas en esa súplica sencilla pero contundente: «Maestro, que pueda ver». Lo evidente se manifiesta ahora con la profundidad no sólo de una necisidad acuciante (un ciego no se valía por sí solo sino que su ceguera era fruto de un pecado, suyo o de sus padres) sino de una opción de vida.
Y esta opción de vida el evangelista la deja caer como si nada: «Al momento recobró la vista y lo seguía por el camino».
No hay momentos diferentes, no hay paréntesis para la decisión del seguimiento. No volvió a recoger el manto o se volvió para ver tantas cosas, algunas preciosas, que estaban justo en la otra dirección.
Simplemente sale en dirección contraria a Jericó detrás de alguien que le hizo la pregunta radical de su vida y que le regaló el sentido de ella. No solo ver, que hubiese sido infinitamente magnífico, sino seguirlo, que es inifinitamente maravilloso y desconcertante. Perla por la que vendes todo para conseguirla. Bartimeo el disfruta viendo por los caminos de su Hijo de David.