Solo cuando se convierten en un espacio capaz de acoger a Dios y a los demás, los consejos evangélicos revelan su belleza.
¿Cuándo revelan los votos los “signos de vida”?
Aquí me centro en los aspectos más vitales de los tres votos, centrándome más ampliamente en la pobreza evangélica, ya que ha sido un elemento constitutivo de la vida cristiana desde los orígenes.
El cardenal Lercaro durante el Concilio Vaticano II, en la asamblea plenaria del 6 de diciembre de 1962, propuso la pobreza como principio rector y corazón del propio Concilio. No un tema adicional después de los otros, sino en cierto sentido el tema que ordena todo, revelando el hecho de que solo cuando la Iglesia es pobre y humilde es fiel a Cristo, de lo contrario está tentada de brillar con su propia luz en lugar de dar al mundo la de Dios1. Pero los tiempos –por la forma en que la propuesta fue aceptada– no estaban maduros. Tal vez todavía prevalecía, al evocar la pobreza, la imagen clásica de la renuncia con su marcada acentuación ascético-penitencial, que implicaba un expolio radical del yo, como el que se había vislumbrado a lo largo de la historia en la experiencia de los padres del desierto o, más tarde, en la experiencia monástica, en lugar de referirse a los signos liberadores de la proclamación mesiánica. Hoy, después del Concilio, en la escuela de la Palabra que hasta entonces faltaba, se ha puesto de relieve toda la riqueza multiforme de esta propuesta evangélica.
Para una nueva calidad de vida
Para san Pablo, el bien evangélico de la pobreza no consiste en una elección pauperista que implique la renuncia a conseguir y disfrutar de los bienes: “He aprendido –dice– a ser pobre y he aprendido a ser rico”2 .
Cuando la comunidad de Filipos le hizo tener bienes a través de Epafrodito, les escribió: “Ahora tengo lo necesario y también lo superfluo; estoy lleno de sus dones recibidos, que son un olor de dulce aroma”3. Palabras que vienen a decir que también hay que reconciliarse con los bienes, con las cosas: no perderse en ellas, no identificarse con el mundo, no perder la verticalidad innata, sino hacer la lógica de la redención cada vez más reconocible y operativa en todos los ámbitos de la vida.
En primer lugar, la pobreza que en Pablo, como bien evangélico, lleva el nombre de sobriedad, debe conducir a la apertura de nuevas dimensiones de la vida humana y a formas cualitativamente más elevadas de realización y satisfacción; debe conducir a tener el punto de vista del lado de las cosas que realmente sirven; significa recuperar las tierras perdidas de libertad dentro de nosotros, como usar los bienes sin depender de ellos o ser consumidos por ellos, porque “el apego al dinero es la raíz de todo mal”4. En todo caso, la pobreza, incluso la que es objeto del voto, no puede dar la imagen de algo que coincida con el no tener o con la simple dependencia, o con la antropología de la negación, pero si algo –el posible excedente de la vida religiosa– debe encontrarse en la alta medida de transparencia del “gratuitamente has recibido, gratuitamente das”; esa gratuidad que habla de un impulso de ayuda alejado del dominio del interés; que atraviesa el sufrimiento de los demás porque algo chasquea en el corazón y empuja a una acción determinada movida por los valores que están dentro de la acción misma, de modo que la recompensa ya está en acción, no subordinada a la respuesta del otro; esa gratuidad que da profundidad a la “proximidad”.
Por lo tanto, no una Iglesia (y en ella una vida religiosa) que exhorta al heroísmo de la pobreza; no una Iglesia que solo trabaja para los pobres, ni una Iglesia más pobre, sino simplemente una Iglesia de los pobres5.
La pobreza como ideal de fraternidad
El autor de la carta a los Hebreos, al decir “no os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; esos son los sacrificios que agradan a Dios”6, quiere devolver los bienes a la perspectiva en la que Dios los creó: un don que une a las personas entre sí y con Dios. Darles una razón para la seguridad personal, o incluso entender que la arrogancia y la codicia, significa encontrarse con enemigos en lugar de hermanos. Por lo tanto, no condena los bienes, sino las divisiones entre los hombres causadas por el acaparamiento indebido de esos bienes, por la razón de que “somos un solo cuerpo en Cristo y cada uno por su parte es miembro de los demás”7. El término pobreza indica entonces el principio de la caridad aplicado a un redimensionamiento preciso de los fines y medios en relación con el verdadero fin de los bienes, que es el hombre, todo el hombre y todos los hombres, comenzando por el último.
A lo largo de la historia, esto se ha dicho de manera elocuente y convincente porque es visible en sus elecciones de vida, especialmente en Francisco de Asís y Domingo de Guzmán, para quienes la pobreza no se veía como un simple ascetismo personal sino como una solidaridad histórica con los más débiles. Por esta razón eligieron las ciudades, calles y plazas como sus “lugares”8 para no mirar y ayudar a otros desde fuera, sino para estar en su necesidad y compartir su situación. Solo los pobres ven a los pobres y saben cómo pedirles hospitalidad para dejarse reformar y reevangelizar por su necesidad. Para Francisco y Domingo, el sacerdote, el levita, los escribas observantes y los fariseos no son los modelos de la orientación de la vida revelada por Jesús. El modelo es el “samaritano”, es decir, aquel cuyo corazón resuena con la necesidad de su vecino y luego se encuentra no en el papel de hotelero que ofrece refugio a cambio de un precio, sino en el papel del que se baja de su caballo y venda sus heridas. Según este modelo, la pobreza está cualificada para considerar la parte pobre de la vida, para sentir con ella, para elegirla, para participar en sus dificultades, colaborando en la solución de las situaciones de necesidad, en nombre y con la fuerza del Señor. Solo así se puede conocer a alguien de verdad. Los ricos dan, distribuyen; los pobres no tienen nada que dar, así que se reúnen, acogen.
Por consiguiente, el término que mejor expresa el bien evangélico de la pobreza parecería ser “compartir” que va de la mano de la solidaridad, lo que significa: no me limito a mirar al otro desde el exterior y ayudarlo, sino que estoy en su necesidad compartiendo su situación. A primera vista puede resultar intrigante que Pablo no utilice el término pobreza excepto para indicar impotencia, pequeñez, sino que utiliza el término sobriedad y varios otros términos que dicen distancia de la codicia9 como criterio normativo de la vida personal y comunitaria.
Lo que posibilita o abre la puerta a lo que se ha dicho hasta ahora es convertirse en “pobre de espíritu”. Esta es una expresión que no dice “redimensionar la pobreza”, sino que nos pide ampliar su significado, llevándola de fuera a dentro. Pobre en espíritu va a indicar aquellos que tienen el corazón de los pobres, una síntesis de humildad y confianza, aquellos que no son orgullosos y renuncian al poder: todas las características del amor.
Celibato y soltería para una fertilidad generativa diferente
“Por favor, no sean solteronas y solterones”, dijo el Papa a los consagrados en formación y a los seminaristas10. Así, quiso llamar la atención sobre el hecho de que el celibato evangélico debe encontrar su sentido y su razón de ser no tanto en la renuncia, para hacerlos más disponibles al servicio, al estudio y a la oración sino, sobre todo, en la fecundidad y la generosidad de lo que puede surgir de los corazones que se atreven a amar sin retorno, de las personas que aman sin poseer. J. M. Tillard dijo: “o mi castidad me libera por amor a la gente o es una huida temerosa de mi sexualidad”11. La “soltería” y el “celibato” no deben entenderse como “esterilidad”, sino como la orientación del corazón incluso antes de la soledad sexual; deben referirse a personas capaces de canalizar las pulsiones, los sentimientos, los pensamientos para tender hacia una plenitud diferente que ofrezca la posibilidad de un amor diferente; deben dedicar atención al desamor, al sufrimiento de la soledad, a tanta lágrima. Son personas que están llamadas a dejarnos vislumbrar la luz escondida en cada persona y ver signos de bondad en todos.
En la Biblia la virgen o la estéril es infeliz, porque la persona completa es la madre o el padre. Si el celibato no lleva a ser “padres” y “madres” uno será infeliz y buscará satisfacción en todo. La raíz de la tristeza en la vida pastoral está precisamente en la falta de paternidad y maternidad que proviene de vivir mal esta consagración que debe, en cambio, llevar a la fecundidad12. La falta de fecundidad también da lugar a dificultades en la comunidad: es más fácil para los “padres” y las “madres” saber cómo vivir entre ellos, mientras que es difícil para los profesionales y especialmente para los solteros13.
El celibato consagrado, sin embargo, no puede prescindir de aquellos valores de la existencia que son propios de los hombres y mujeres, como los sentimientos. No solo las simples emociones sino la verdad de los afectos es un problema exquisitamente religioso14. En el plano de la vida relacional y cotidiana, la fraternidad debe llevar –dijo el Papa– “a vivir con sinceridad las amistades, que son una custodia mutua en la confianza, el respeto y el bien”15.
A través de la amistad fraterna la persona consagrada es la transparencia ejemplar de una persona que vale lo que vale su corazón, sin pretensiones infantiles o narcisistas, pero capaz de ese amor y amistad que no es simplemente un hecho sentimental, sino mucho más: es un hecho revelador, un lugar teológico. De hecho, “amigo” es un nombre de Dios y la amistad revela algo de Jesús de Nazaret que tuvo hermosas y profundas amistades, hasta derramar lágrimas como en el caso de Lázaro.
Hoy en la vida religiosa no estamos juntos para hacernos dignos o para hacer más productivo el trabajo apostólico, sino para llegar a amar y a sentirnos amados. Este dicho revela la sensación de tener un significado para los demás y viceversa al darse cuenta de que los demás tienen un significado para mí. Es el amor lo que hace vivir la fidelidad a la vocación, no la institución.
La obediencia se encuentra entre la escucha y la visión 16
Decir “obediencia” ( ob-audire) es afirmar la capacidad-deber de “escuchar” humildemente a todos e incluso a todo. Hay un texto de Isaías (50, 4-5) que refleja esta intuición: “cada mañana el Señor hace que mi oído esté atento para que escuche como un discípulo”17. La audición oral “era una narración mutua de lo que uno veía, entendía y escuchaba, más que una sumisión de la voluntad”18. “Probablemente fue la posterior jerarquía de relaciones lo que llevó a vivir la obediencia no como un diálogo sino como un vínculo formal entre las personas y especialmente entre el representante de la comunidad y el individuo”19.
En la vida consagrada, profesar este voto significa proclamar la propia responsabilidad ante la historia y ante las personas con las que se comparte un carisma, por lo que la persona consagrada debe tener una larga mirada y seguir mirando hacia adelante, para vislumbrar el siguiente paso20. La obediencia en todos, pero especialmente en aquellos que se comprometen a ser profetas, debe ir acompañada de la profunda inquietud de la búsqueda#, por eso no puede ser ciega. Si se ejerce sin un espíritu crítico y si no está en función de una libertad superior, se vuelve mortificante, mata el espíritu.
De lo dicho se desprende que la mística de la obediencia no es la mística de la sujeción sino la de la responsabilidad sin la cual no hay ética. Responsabilidad que pone en tela de juicio la libertad, no la que está cerrada en sí misma, sino en relación, que para ser tal debe evitar la unilateralidad de la “escucha”. Dentro de un grupo de personas que tienden a ello, el liderazgo se caracterizará, a diferencia de las formas de dirección gerencial, por ser una diaconía (servicio), que se basa en la atención a la libertad del otro.
¿Quiénes son los destinatarios de estas propuestas de vida?
Hasta hace poco tiempo el centro de gravedad de una vida basada en estos aspectos particulares de la vida evangélica se vislumbraba en aquellos que se comprometían a vivir con votos públicos y perpetuos las exigencias que la vida religiosa ha denominado “consejos evangélicos”. De llamar a estas peticiones consejos viene una primera dificultad expresada por la teóloga A. Potente: «Me sigue resultando difícil pensar que Jesús solo dio consejos frente al mar del deseo humano»22. Así como es incomprensible que si se trata de “consejos para la vida” se reserven solo para algunos y no para todos, dado que no hay un Evangelio para los religiosos y otro para los laicos. A este respecto es esclarecedor lo que ya dijo san Juan Pablo II23 y que hoy, de diversas maneras, ha vuelto a expresar el papa Francisco: la vida religiosa “no se ha visto como una condición aparte, propia de una categoría de cristianos, sino como un punto de referencia para todos los bautizados, de modo que en el voto no solo se puede vivir lo que las personas consagradas pueden, sino que debe referirse claramente de manera directa a lo que es el sentido (por tanto el deber) de toda vida cristiana”. Por lo tanto, si los destinatarios de las propuestas evangélicas son todos los cristianos y si el seguimiento especial de las personas consagradas está al servicio del seguimiento de todos los bautizados, el mensaje evangélico de la vida religiosa no está en lo que lo distingue sino en la intensidad representativa de un valor determinado. Hacer que la vida evangélica consista en ciertos elementos de diversidad representa un empobrecimiento de la perspectiva evangélica más amplia. En cualquier caso, en nuestro tiempo ya no pueden darse según esas modalidades conceptuales fijas que han llevado a la des-historización del propio mensaje. Está fuera de la historia mirar los “votos” restringidos a perspectivas morales y ascéticas individuales, entendidas por la mayoría de la gente como una renuncia de sus posibilidades humanas en lugar de expresar, a través de la superabundancia de la transparencia evangélica, una solicitación dirigida a todos para vivir el Evangelio de manera clara y fuerte según el sueño de Cristo. El compromiso de reformular los votos en el marco de la cultura actual reside en el hecho de que indiscutiblemente “eran absurdas todas esas interpretaciones intimistas y penitenciales que quitaban el gusto por la vida a tantas mujeres y hombres dentro de esta elección, y sobre todo tenían el poder de hacerles apartar la mirada de la historia, para concentrarse única y exclusivamente en sí mismos”24.
1 Francesco, Messa a S. Marta, 24,11,2014.
2 Fil. 4,12-19.
3 Fil. 4,12-19.
4 1Tm 6,9-10.
5 A. Melloni, Quel che resta di Dio, Einaudi 2013, p 69.
6 Eb 13,16.
7 Rm 12,5.
8 A. Potente, E’ vita ed è religiosa, Paoline, Milano 2015, p. 103.
9 Tito 1,7.
10 Francesco, incontro seminaristi, novizi/e Roma 6 luglio 2013.
11 J. M. Tillard, Nel mondo ma non per il mondo, Paoline, Alba 1975.
12 Papa Francesco incontro seminaristi, novizi/e Roma 6 luglio 2013.
13 M. I Rupnik, La via della divino-umanità, in Consacrazione e Servizio, n.4/2013,30.
14 E. Ronchi, Tu sei bellezza, Paoline Milano 2008, 14.
15 In www.vatican.va, papa Francesco, omelia a s. Maria per l’inizio del ministero petrino, 19.3.2013.
16 A. Potente e G. Gòmez, Non è tempo di trattare con Dio affari di poco conto, Romena, Pratovecchio, 2006,103.
17 Ib. p.102.
18 A. Potente, E’ vita ed è religiosa, Paoline, Milano 2015, p.146.
19 Id.146.
20 A. Potente e G. Gòmez, Non è tempo di trattare con Dio affari di poco conto, Romena, Pratovecchio, 2006, p.104.
21 A. Potente e G. Gòmez, Non è tempo di trattare con Dio affari di poco conto, p.104.
22 A. Potente, E’ vita ed è religiosa, Paoline, Milano 2015, p.156.
23 Giovanni Paolo II, Orientale lumen, n.9.
24 A. Potente, E’ vita ed è religiosa, Paoline, Milano 2015, p.152.