Los vínculos duraderos…

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Estaba yo en estas, reflexionando y escribiendo sobre la necesidad de crear vínculos duraderos entre las personas. Cómo, en realidad, la dificultad que tenemos en las instituciones, también en la vida religiosa, es que nuestros vínculos son frágiles. Están marcados, tantas veces, por un cargo, una responsabilidad o un trabajo. Están los grandes sentimientos contaminados por «otros juegos»: intereses, compensaciones o, incluyo, por la terrible ley de mercado que mina cualquier sentimiento noble: “te doy para que me des”. Lógicamente todo esto anda lejos de la fe, aunque, lo terminemos llamando fe. Si yo no te cuestiono, tú tampoco lo harás conmigo. Así favorecemos una sana convivencia, que nunca será vida compartida, proyecto común o auténtica pertenencia…

Decía que estaba yo en estas cuando me avisan que se ha puesto muy malito mi tío Gonzalo. Hoy, habiendo pasado unas horas desde que se fue al cielo, escribo este recuerdo porque se lo debo y porque cuando se lo susurré al oído, ya estaba ocupado escuchando de Dios: “Ven y descansa, tú eres uno de los benditos… porque siempre lo has sido”.

Quisiera haberle dicho que es uno de los hombres que dignifican la vida religiosa y mi congregación. Seguramente por palabras tan grandilocuentes como la honestidad personal, la limpieza, la verdad de la oración, la sinceridad… Palabras que en su vida se hicieron siempre sencillas, concretas y fáciles de percibir.

Gonzalo tenía cuarenta años cuando yo llegué a la vida. Su influencia en mis padres era tanta que una vez puesto mi nombre, se hizo una «ensalada imposible» para añadir el suyo. Me ha traído no pocos problemas legales, hoy sin embargo lo llevo con orgullo. No es el nombre de un conquistador, descubridor o erudito… No, es el nombre de un religioso lleno de fe, de un santo. Estoy completamente seguro.

Me llena de orgullo que este pequeño-gran hombre no dudase nunca del don de la fe. Siendo muy pequeño en aquellas casas enormes de formación de mi congregación, cuando se oían los bombardeos, bajaban a los “postulantitos” a un refugio… Él se lo contaba por carta a mis abuelos y la respuesta de la abuela, siempre la misma, “cuando sientas miedo, cuando ocurra algo que no entiendes, invoca a María”. Esto lo ha hecho inquebrantablemente durante toda la vida, todos los días y en todas las circunstancias.

Mi congregación, como todas las familias, ha vivido y vive todo tipo de «vaivenes». Influencias, intenciones más o menos evangélicas: hermanos muy honestos y otros quizá, no tanto… Nunca, absolutamente nunca, he oído y, creo que nadie, una palabra negativa de Gonzalo respecto a sus hermanos, ni dudas de su Congregación, ni reproches por su suerte. Una honesta y franca alegría definió su pertenencia congregacional, desde la que sintió el calor de ser hijo de María para siempre.

Si tuviese que pensar en quien es el sacerdote que con mayor admiración y alegría celebra la Eucaristía, la mente se va a Gonzalo. No ahora porque esté en el cielo. Siempre. Cada Eucaristía un acontecimiento. Enamorado, absolutamente enamorado. Siempre feliz por el milagro de poder hacer presente a Cristo en la comunidad.

Si tuviese que remitirme al ejemplo de un cura que sepa escuchar, que dedique horas, que no use el manido “no tengo tiempo”; ese también es el bueno de Gonzalo. San Sebastián y Oviedo, todo Oviedo, saben de sus horas en el confesonario, su escucha atenta y, lo mejor, su palabra oportuna y consejo inspirado; su mensaje de esperanza y “atención personalizada”. Otro término que manejamos, quienes no tenemos tiempo para vivirlo.

Dignificó también los votos, porque los vivió con limpieza y verdad. En él (¡qué pena porque no se lo agradecí en vida!), descubres que, en verdad no son renuncia, sino posibilidad. Gonzalo siempre fue pobre, porque situó su riqueza en Dios. La gente percibió su limpieza y depositó, a través de él, la generosísima aportación que el cristiano realiza para transformar los dolores del mundo. No exagero si afirmo que es el Claretiano a través de quien han llegado más fondos para la misión de la congragación, quien más ha recaudado para becas, ayudas a necesitados, misas, seminarios… Nunca se lo he oído a él, por supuesto, pero mi congregación lo sabe bien. Nunca se mancharon sus manos y, menos, su corazón con el dinero. No era ni consciente de lo mucho que a través, de un apóstol limpio, que es lo que fue, llegaba a la Iglesia. Gonzalo recibía infinidad de regalos personales, regalos que nunca se quedaba, regalos que no necesitaba, pero regalos que agradecía con la sinceridad y la ilusión de un niño. Quienes le hacían regalos lo sabían, así lo querían y admiraban.

Tenía y así llegó al cielo el corazón lleno de nombres. Así mantuvo la llama de su castidad siempre serena, orientada, feliz. Gonzalo tuvo tiempo, mucho tiempo, para todas las personas. En él encontraron sitio todos. Las personas más sencillas, las más fuertes; las religiosas y religiosos, los movimientos, los jóvenes y los ancianos; los indigentes y los potentados. La misma sonrisa para quien está todos los días esperando una moneda a la puerta del templo que para la propietaria de un importante banco; la misma acogida a quien viene a pedir que a quien viene a ofrecer… El mismo corazón limpio escuchando y amando, a todos. Que ahí está la clave de la verdadera castidad fecunda: el sitio de todos.

Gonzalo vivió la obediencia con normalidad. No vio socavada su dignidad personal por obedecer. Se le oía hablar con auténtica veneración de su superior, fuese quien fuese. Porque en él veía la mano de Dios. Recuerdo perfectamente a un hermano que fue su superior y me dijo: “Gonzalo, con su forma de obedecer, me ayudó a ser bueno, a estimularme en la entrega y creer en el ministerio de animación”. No conozco a nadie que haya tenido problemas con Gonzalo. Es difícil, muy difícil y más en los tiempos que corren donde casi todo es relativo, pero en él, se da ese milagro. Hay coincidencia absoluta, con él es de las personas que merece la pena vivir, porque es como si Dios, te pusiera muy fácil la comprensión de los caminos del Reino: que son sólo sencillez y verdad.

Gonzalo estuvo la mayor parte de su vida ministerial en Oviedo. En el año 2005 me correspondió trasladarlo a la casa de descanso, porque su memoria estaba ya deteriorada. La respuesta fue una sonrisa y un agradecimiento a la Congregación, por tanto bueno recibido de ella. Ni un lamento o reproche; ni una protesta o tristeza. Me consta que para quienes lo han acompañado estos años en la Comunidad Asistencial, también fue un Ángel: una presencia clara de la mano de Dios.

En tiempos donde casi nadie habla del cielo, Gonzalo hablaba del cielo con naturalidad. A veces sentí envidia, porque me daba cuenta que me faltaba convicción. Ahora disfruta de ese cielo, el que año a año, fraguó entre nosotros. El que María le dejó entrever entre sombras. El que a tantos nos comunicó. Estas horas después de haberlo despedido son ambiguas, agridulces… Pero sobre todo, serenas. Poco a poco se va sabiendo que Gonzalo está en el cielo. Algunas personas llaman atónitas, porque un hombre como Gonzalo no se puede morir nunca, decía una religiosa que acompañó siendo esta una joven que buscaba su sitio; o el joven que se ordenará de diácono en los próximos días y que en Gonzalo recibió su modelo de sacerdocio; o el correo que recibo esta mañana que me pregunta si “es pecado encomendarse a Gonzalo, porque es santo”… Decir que desde el jueves, no cesan los mensajes no es exagerar. Ya supera el centenar y a muchos no los conozco. Precisamente abrumado por ello, escribo estas líneas. Por la ingente cantidad de mensajes anónimos que agradecen a Dios el compañero de camino en la fe y fundamentalmente, porque yo, claretiano como él, con su sangre y con su nombre, se lo debo. Por eso Gonzalo, gracias. Por enseñarme a creer y, sin proponértelo, por mostrarme en qué consiste vivir enamorado del ministerio con limpieza, hondura y verdad.

(Ilustra este artículo una foto con tres generaciones Díez. Una de las últimas celebraciones de Gonzalo)